29/9/10

RAFAEL

Dios me necesita,
yo soy su medicina

25/9/10

SIN DOLOR NO HAY RAZÓN

Ven y devuélveme lo que es mío,
lo que me robaste: el placer
de lamer piedras de sal cuando tengo sed,
de enjugarme tu llaga con las lágrimas del sida..., porque
ya sólo lloro por el ojo izquierdo.
Ven y devuélveme —mala perra— mis miserias
soportables.

Son mías.
Ese dolor me pertenece.
Ese dolor soy yo.

5/9/10

LOS AGUADORES

Desde que tengo uso de razón, en mi casa siempre se ha bebido agua de la vieja fuentecilla de la Pradera de Navalhorno.

La Pradera es una pequeña aldea a los pies de la sierra de Guadarrama, unos pocos kilómetros en dirección sur desde la Granja de San Ildefonso, siguiendo la carretera 601 que asciende hasta el puerto de Navacerrada. Allí, junto al arcén izquierdo, está la fuentecilla, flanqueada a un lado por una vieja casona típica de la comarca y al otro por un pequeño complejo que hace las veces de hospedería y restaurante. Dicha fuente remansa el agua que desciende por una cacera desde el alto del pico Peñalara, canalizándola hasta su falsa desembocadura a través de un pitorro de hierro oxidado. En sí misma la fuente no es gran cosa, unas cuantas piedras de granito formando un cubo para desalojar el agua bajo otro bloque no mucho más grande que sostiene dicho pitorro. No es gran cosa, aunque los lugareños aseguran que ese agua contiene interesantes propiedades minerales que la convierten en un bien preciado, razón que explicaría la asiduidad con la que es frecuentada.

Yo mismo acabo de regresar de allí hace unos minutos, después de haber cargado el maletero del Kia con los bidones vacíos de mi casa y de la casa de mis padres. He elegido la primera hora de la tarde porque es el momento en que mejor se está, sin apenas gente en los alrededores y protegido del asfixiante calor por la umbría norte de la sierra.

Cuando llego allí, el procedimiento es siempre el mismo, algo que aprendí cuando de niño acudía con mis padres. Tras acercar los bidones coloco el primero en la rejilla que hay sobre las piedras, mientras éste se llena abro el siguiente, lavo el tapón, enjuago el interior del recipiente con una pizca de agua y espero a que el primero se colme, en ese momento hago el cambio, cierro el primero de los bidones y comienzo a hacer lo mismo con el tercero. Así sucesivamente hasta que tengo llenos todos los bidones. Luego los vuelvo a cargar en el maletero y con las mismas me voy. Es un juego que a base de repetirlo hago del modo más mecánico que puedas imaginar. Ésta es una de mis pequeñas destrezas.

Para ciertas personas la idea de desplazarme más de diez kilómetros para proveerme de agua les parece un disparate si no una verdadera estupidez. Les hace bastante gracia cuando les comentas que vienes de traer agua o que no puedes quedar en ese momento porque tienes que ir hasta la sierra a llenar los bidones. Lo encuentran ridículo.

—Pero, ¿qué pasa? —te inquieren—, ¿es que aún no ha llegado el agua corriente hasta tu casa?

Yo no respondo nunca nada. Solamente les acompaño la gracia con una sonrisa. Supongo que en el fondo sería inútil hacerles entender el motivo, si es que lo hay. Y aunque lo hubiera, no creo que me mereciese la pena perder el tiempo en explicaciones que por otro lado seguirían sin entender. De modo que me limito a eso. A reírles las gracias y quedar para otro momento, cuando la situación sea más propicia y no me ocupen tales menesteres ordinarios.

De todas formas la fuentecilla de la Pradera es un lugar mágico, como sacado de otra época, uno de los pocos resquicios en que mi imaginación puede navegar libremente, sin ataduras. Allí es fácil pensar. Es un lugar inspiratorio donde la calma y el dulce aroma a terruño se respiran, donde no existe la prisa, donde las personas se saludan y existe la camaradería entre los aguadores, que es así como nos llama el anciano que siempre está sentado a la puerta de su casona, a un lado de la fuente, con su viejo perrillo de presa tumbado a la sombra de un abeto, observándonos cómo les tomamos prestado esa agua misteriosa que les ha permitido envejecer.

Creo que amo ese lugar, y me parece que mañana regresaré de nuevo. Porque hoy no estaban ninguno de los dos. Y eso me preocupa.

4/9/10

COMO PUEDES VER

Sometido
al riguroso dictamen
de la nada,
me convence
el poco sentido
que tiene todo,
la inutilidad de cualquier idea,
de cualquier acto,
de cualquier palabra…

Ni la certeza de mi suicidio
podría hoy salvarme

Así,
como puedes ver,

mascando el tiempo
en los relojes.