18/12/10

PREMONICIÓN

Aprendo a vivir sin ti.

Te desdibujas como
el trazo de un lapicero.
Borrosa imagen,
confusa e irreal.

Sueño que el alba desmiente
y en la nada hunde, sin prisa.
Sin demasiada prisa.

El día que faltes
que ya no estés
que te hayas ido

ese día

mis poemas aullarán
como lobos en la noche.

16/12/10

ODA A MI DUCHA

Es allí y sólo allí
donde la dádiva de predecir mi pasado me es concedida,
bajo la orina tibia que sobre mí derramas
como un dios
humillándome el sudor, mi aroma y mis gabelas

es el hombre en bandeja de plata, que te abandona
como se abandona un cuerpo expropiado de gemidos,
temeroso de la palabra frágil
que destiñe su parva exactitud y se esfuma
como el agua
por el sucio desagüe de lo vivido

13/12/10

CRÉEME SI TE DIGO QUE LO SIENTO

Te fuiste con la lentitud con que se esfuman los recuerdos,
pero cuando alcé la mano para decirte adiós

ya no estabas,

te habías marchado tan aprisa
como luego llegó el olvido para acunarte en sus rodillas.

Créeme si te digo que lo siento,

aunque estas palabras den cobijo realmente
a otra más de las mentiras que te alejaron.

8/12/10

RUTINAS

Como cada sábado, lo primero que hizo nada más levantarse fue dar de comer a los gatos. Luego se sirvió su propio desayuno y encendió la radio. Mientras mojaba las galletas en el café con leche, escuchó las noticias: guerra encubierta en El Ayún, cuatro millones de parados, epidemia de cólera en Haití, amenaza de descalabro económico en Wall Street, frente de bajas presiones, lluvia en ciernes, vientos racheados del oeste…, así durante quince minutos.

El mundo le pareció un planeta sombrío y probablemente no muy diferente al resto. Sólo que en ellos no había gente que se matara, ni que se muriese de hambre, ni rezara a dioses sordos para llegar vivos a fin de mes con algo de metal en los bolsillos. La gente, pensó. Ése era el problema. El único problema.

Apagó la radio.

Los gatos, entretanto, habían terminado de comer su pienso y de un brinco sigiloso se habían alzado a la mesa. Tuvo que apartarlos de un empujón para impedir que metieran los hocicos en el tazón humeante. Saltaron al suelo y tras un maullido de rabia se escabulleron por la puerta. Aún pudo oírlos en el pasillo, mientras apuraba los últimos tragos grumosos del café. Luego dejó el recipiente en la pila. Pensó en fregar el menaje sucio que sobresalía por los bordes, pero la necesidad de liar un cigarrillo y fumárselo constituía una urgencia mayor. De modo que fue hasta el salón y procedió con el paquete de picadura, el papel y los filtros que estaban sobre la mesa del escritorio.

Dio la primera calada.

Como en toda rutina, había algo de ceremonioso en aquello: el crepitar del ascua, el humo entrando por la boca y llegando hasta los pulmones, la caricia amable del benceno en ellos, el regusto amargo en el cielo del paladar al exhalar la bocanada.

Sintió entonces un quejido en los intestinos. Fue hasta el baño y se alivió sentándose en la taza del váter. Fue algo rápido y nada parsimonioso. Se limpió el culo y anotó mentalmente que debía comprar papel higiénico si quería seguir cagando en óptimas condiciones. Pasó a la ducha después. Cuando el agua comenzaba a templarse, se agarró la polla y empezó a bombear sin demasiado entusiasmo. No solía masturbarse en la ducha. Siempre que llegaba al clímax sus piernas comenzaban a flaquear y no podía evitar una sensación de ridículo. Sin embargo, siguió pajeándose hasta que la polla se le endureció. No pensaba en nada en particular. Se limitó a concentrarse en la fricción de la mano abrazando su pene, en el agua tibia que le caía por la espalda hasta lamer el boquete del ano.

Finalmente, se corrió. Como sospechaba, tuvo que sostenerse en la pared para no caer al suelo de la bañera. Una vez recuperada la tensión, vio cómo un hilillo de semen había quedado atrapado entre los agujeros del desagüe. La visión le repugnó tanto que le sobrevino un amago de arcada. Pero sólo se quedó en eso.

Ya en la habitación, una luz decrépita e invernal se filtraba a través del cristal de la ventana. La lámpara de la mesilla aliviaba de sombras el cuarto mientras se secaba con el albornoz los pliegues recónditos de su cuerpo.

Vio que el teléfono parpadeaba con insistencia. Abrió su tapa. La pantalla reverberó el mensaje de una llamada perdida. Clara. Lo había telefoneado durante el rato que había estado en la ducha. Era la cuarta vez que lo hacía esa semana y en ninguna de ellas había respondido o devuelto la llamada. Una mezcla desaliñada de temor y pereza se lo había impedido. Le repugnaba el teléfono, la violenta intromisión de su reclamo, la insistencia con que el mundo avisaba de su ineludible presencia. Pero lo más difícil de todo era asimilar la idea de que Clara, a esas alturas de sus vidas, formase parte de aquel mundo obstinado y del todo ajeno. Sin embargo, no podía demorarlo mucho más. Esa misma tarde, pensó, marcaría los nueve dígitos y esperaría a que los primeros tonos diesen paso a la voz de Clara, aguda y quebradiza al otro lado de la línea.

Pero eso sería a la tarde. Antes terminaría de vestirse, se cepillaría los dientes en el baño y se marcharía, como cada sábado, a comer a la casa de su padre.


***


Abrió la verja de fuera con sus propias llaves y cuando iba a hacer lo mismo con la puerta de entrada, timbró antes. Un breve bufido nervioso se propagó en el interior. Más que un reclamo parecía una advertencia, una vieja costumbre que repetía cada sábado al entrar en la casa en la que tantos años vivió pero que nunca pudo sentir suya.

Dentro hacía calor. Ese calor seco y asfixiante tan propio de las calefacciones potentes pero que agradeció a pesar de todo, porque afuera el frío era intenso, como cortado en filos delgados que arrastraba el viento.

Avanzaba a través del recibidor cuando el cuerpo orondo y encorvado de su padre llenó el quicio sobre el que se abría el salón de la casa.

—Hola, hijo. Te estaba esperando.

—Buenos días, padre.

La rutina del saludo los obligó a besarse las mejillas. Luego, ambos entraron en la sala.

Hacía justamente una semana desde la última vez que lo había visitado. Siete días que en nada parecía que pudieran cambiar las cosas. En cambio, lo notaba diferente; más torpe en sus movimientos, como cansado y vacilante al caminar.

—Venga, pasa y ponte cómodo. En el aparador hay un poco del vino que sobró la semana pasada. Sírvete una copa, si quieres. Y, de paso, sírveme otra a mí —el viejo se había desplomado en la mecedora que estaba frente al televisor encendido y a penas sin volumen. Era la hora de las noticias: las mismas guerras, los mismos parados, las mismas enfermedades y descalabros bursátiles…

Sirvió dos copas de vino. Acercó una de ellas a su padre y se sentó con la otra en el sofá que pegaba a la pared del fondo.

—¿Cómo te encuentras, padre?

—Al parecer, bastante mejor que este estercolero de mundo —dijo, clavando la vista en la pantalla mientras a pequeños sorbos iba dando cuenta del vino—. De hecho, como continúe así, creo que podría sobrevivirle. Y tú, ¿cómo estás? ¿Qué tal le van las cosas a Clara?

Naturalmente, el viejo desconocía la historia. No hacía mucho que se había separado y aunque nunca antes Clara se había prodigado demasiado en vistas a la casa de su suegro, prefirió ocultarle el hecho de que ya no compartían la misma casa ni la misma vida.

—Está bien —dijo—. Te manda recuerdos.

—Tienes mucha suerte. Hoy en día, dar con una mujer sencilla que te quiera y sepa respetarte es tan complicado como encontrar un buen trabajo. Y tú has logrado las dos cosas. Siéntete afortunado por ello.

—Lo sé, padre.

—¿Todo bien en el colegio?

—Sí. Todo bien.

—Respeto, ya lo sabes. Sin él, no es posible conseguir nada en esta vida. Hazte respetar por tus alumnos y compañeros y lo demás vendrá rodado.

—Sí. Lo sé, gracias.

—Fíjate en ellos —dijo con los ojos puestos en la pantalla, donde la imagen de un hombre subido a la estrada y flanqueado por decenas de personas acaparaba el plano—: expuestos como están todos los días a que la gente los lapide y los sublime a partes iguales. Y, aún así, aguantan. Impertérritos. Con la seguridad que proporciona un objetivo en la vida, aunque esa predestinación carezca por completo de sentido para el resto de los mortales —dio otro pequeño sorbo—. Abnegación y respeto, hijo. Son las claves del triunfo en esta vida. Eso y una mujer que te quiera. No lo olvides nunca.

—No lo hago, padre.

—Igual que tu madre. Una buena mujer con la mala suerte de las mejores personas. Donde quiera que esté, no dejará de sentirse orgullosa de lo que aquí ha dejado.

Veinte años hacía que ella no estaba, pero su recuerdo colgaba de los rincones de aquella casa. Y siempre que regresaba era como si el tiempo no hubiera pasado, detenido en un impasse que duraba décadas, como si algo, en ese viejo decrépito y trasnochado que era su padre, aguardase aún la esperanza de regresar a tiempos, quizá no mejores, pero sí menos solos.

—Lucha por todo aquello que te haga la vida soportable. El futuro se conquista a cada segundo, hijo —añadió, e incorporándose de la mecedora dejó la copa vacía de vino sobre la mesa—. ¿Tienes hambre? Va siendo hora de comer ya.


***


Apenas hacía unos minutos que habían terminado, lo justo para que le diera tiempo a fregar los platos y recoger las migas de la mesa, pero cuando regresó al salón su padre ya roncaba plácidamente en la mecedora.

Se quedó de pié, a su lado, observándolo. El viejo tenía el cuerpo recostado y la cabeza caída hacia el lado izquierdo, la boca entreabierta y flanqueada de barba cana, el gesto cansado, plegado en arrugas que surcaban una tez amarillenta y moteada de pequeñas manchas y barrillos. Hubiera pasado perfectamente por un cadáver de no ser por el resuello ronco y acompasado de su respiración.

Fue hasta la hornacina que había bajo el mueble del salón y sacó una manta de viaje. La dobló sobre sí misma y luego la extendió sobre las piernas de su padre. Silenció, después, lo poco que quedaba de volumen en el televisor y sigilosamente bajó las persianas hasta hallarse entre penumbras.

Solo el reflejo de la pantalla iluminaba vagamente el rostro extinto del hombre a quien debía su vida. Le pareció, entonces, un ser extraño. Se obligó a sentir lástima, a dejarle tal vez un beso de despedida en la mejilla. Pero le fue en modo alguno imposible.

En lugar de ello, recogió sus cosas, se puso la cazadora y en silencio abandonó la casa.

Antes de llegar a la suya pasó por el supermercado para abastecerse, entre otras cosas, de papel higiénico y un par de sobres de café. A esas horas no había prácticamente nadie en los pasillos y pudo desenvolverse con comodidad en una destreza, la de la compra, que aun no dominaba enteramente. Se perdía buscando los productos y una vergüenza incomprensible le impedía preguntar a los dependientes por la ubicación de aquello que buscaba. En la sección de bebidas sopesó la posibilidad de comprar una botella de ginebra, pero al final decidió conformarse con una caja de cervezas en oferta.

Allí mismo, a escasos metros de donde estaba, otro hombre estudiaba el precinto de una botella de licor. No era mucho más viejo que él, pero el modo en que observaba el frasco le invitó a avejentarle. Lo tenía izado a escasos centímetros de la cara y buscaba el reflejo de luz con el que poder leer por encima de unas gafas al borde del precipicio de una nariz roma. Le pareció ridículo y conmovedor; hasta que sus miradas se cruzaron en el instante que basta para comprender la similitud de un mismo destino, precisamente en el mismo instante en que la apartó de pura y lapidaria vergüenza. Entonces ya solo le pareció ridículo.

Sin nada más que comprar, cogió las cervezas y se alejó hacia las cajas de pago.

Abrió torpemente la puerta de su casa, cargado con las bolsas de la compra. Los gatos acudieron a su encuentro maullando a coro, como desconsolados. Se abrió paso hasta la cocina, sorteando los quiebros de los animales, y dejó las bolsas sobre la encimera.

Volvió a pensar en la pila atestada de platos sucios y en la necesidad de limpiarlos y de imponer un orden estricto en su vida. Pero cuando la necesidad de fumarse un nuevo cigarrillo volvía a interponerse, sonó el teléfono. Lo sacó del bolsillo y lo descolgó sin mirar quién llamaba. No era necesario.

—¿Diego? Soy yo, Clara… ¿me oyes?... Diego, ¿estás ahí? Soy yo… no te oigo, ¿tú me escuchas?... ¿DIEGO?... ¡HOLA!, ¡SOY CLARA!... ¿ME OYES?...

7/12/10

EN INVIERNO

me mato a pajas
me dejo barba
me encierro en casa

pero la gente se pregunta
si me sucederá algo
alguna enfermedad
depresión
muerte
asesinato tal vez

no

me encantaría
pero no

simplemente
estoy ocupado

encerrándome a pajas
dejándome barba
matándome en casa

POÉTICA

Hay poesía
en una polla enhiesta
ensartando
el hueco sedoso
de un coño hambriento.

Solo
si ese rabo es el mío,
y tu raja,
arena de espliego
donde drenar
mi tristeza.

6/12/10

ESTOY

en esa búsqueda,
a veces impaciente,
de la palabra justa.