28/10/09

el tiempo nos derrotará
me decias

cadáver que una vez
tuviste nombre

y al páramo pedirás
que una voz repita su música

pero el eco desoirá lo dicho
y ya no existirás
sino en el vientre de este poema

26/10/09

CON LA CERVEZA AL CUELLO

— Lo que a las mujeres nos gusta es que nos hagan reír. Una borrachera puede resultar divertida; un borracho no.
— Vale, vale; sé por donde vas. Oye, ¿por qué no me llenas el vaso?
Nora se alejó hacia el grifo con mi vaso vacío y aureolado de tímidas franjas de espuma. Dobló el gatillo y precipitó la cerveza sobre él. Regresó.
— Toma. No sé por qué consiento que te emborraches aquí todos los días, de ese modo no conseguirás nada.
— Quizás porque te gusto, solo que no quieres reconocerlo o simplemente aun no te has dado cuenta. Esas cosas tardan en germinar.
— Imagino que si estuviera Rubén no dirías eso.
— Si estuviese Rubén me serviría sin rechistar todo cuanto yo le solicitara.
— Será porque no te quiere como te quiero yo.
— Vaya..., con que esas tenemos. Creo que el servicio está vacío...
— Oh, vamos. No me jodas Godoy.
— Era precisamente eso lo que te andaba proponiendo.
— Que te jodan, me oyes.
Eché un trago. No hacía mucho que habían cambiado el barril y la presión de la bomba no debía estar en su punto porque la cerveza caía tibia hacia mi estómago; un extraño dolor en la sien comenzaba a despertarse. Eran las cinco y media de la tarde, y este vaso hacia el sexto; algo de todo esto tendría que ver con la migraña.
Encendí un cigarro. Winston. No me gusta el Winston, me coloca demasiado y además es caro. No sé por qué, pero cuando entré en el estanco eso fue lo que pedí. Me salió solo, como si no fuera yo el dueño de mi voz. Algo parecido me sucedió la otra noche. Llegué a un bar borracho de tintos secos; el camarero me preguntó: un gin tonic, le solté; no me di cuenta hasta que regresó con la copa. Me quedé mirándola, pensé que se había confundido y estaba a punto de decírselo cuando el tipo me dijo que si no era eso lo que yo había pedido. Sí, claro, le dije. No le presté demasiada atención. Me lo bebí y punto. Sabía rico y me arregló el estómago. Al cabo de unas horas no obstante acabaría vomitando, aunque eso fue otra historia diferente.
— De todas formas a esa chica le gustas —al otro lado de la barra Nora se acercó de nuevo a mi banqueta—; se le nota en los ojos, en la forma de mirarte, aunque ya te habrás dado cuenta de ello.
— La verdad es que no. De hecho no recuerdo muy bien su cara.
— No me extraña nada.
El endiablado humo del winston ya se había apoderado de mi cabeza. El dolor se extendió por todo el esfenoides como una bomba hidráulica. Decidí apagarlo.
— Aunque como no te andes listo esa chica te dará largas antes de que muevas ficha.
— ¿Cómo se llama? Violeta, ¿No era así?
— Violeta era como la llamabas tú la otra noche, pero no se llama así. Creo que Leticia o Verónica o algo parecido. Lo de Violeta se lo decías por un royo que contaste a voz en grito sobre nombres y colores. Creo que su nombre te recordaba ese color.
Si para algo sirven los amigos es precisamente para eso: son ellos los que se encargan de recordarte tus andanzas etílicas; a veces solo les falta colgarse una levita negra y empuñar un martillo de madera en la mano derecha y una peluca de rizos blancos para parecer los jueces de lo que ellos entienden tu triste existencia. Pero Nora tiene unas tetas como globos de cinco duros henchidos a reventar de agua, y solo por ello le permito que tenga este tipo de veleidades conmigo. Nada más.
Apuro el vaso de un último trago y lo dejo caer sobre la barra. Al otro lado ella me escruta a través del pálido azul de sus ojos. Mi entrepierna se dilata y endurece; si ella quisiera me la follaría en el baño ahora que no hay demasiados clientes en el bar de su marido; por detrás y sin apartar apenas el delgado tirachinas que viste por tanga. Pero lo que espera es que abra la boca para bramarle otra cerveza. No pienso hacerlo. Me dejo caer de la banqueta y a duras penas consigo robar de mi bolsillo un par de monedas; todo lo que tengo. Las poso sobre la barra, junto al vaso vacío.
— Es todo lo que tengo.
— Es igual. Con esto me vale; y siéntate que invito a otra ronda. Esta vez te acompaño.
Nora es una verdadera mujer con carita de ángel y cuerpo de diosa. Sé que a mi manera la quiero; y ella, a la suya, también.
Al acabar el vaso la besaré en las mejillas, le guiñaré el ojo y me lanzaré a la calle para hacer no sé muy bien qué.

24/10/09

Soy
lo que me permito
ser

una tensión
de opuestos

no soy
coherente

no tengo
principios

o
los tengo
todos

20/10/09

MÓDULO B

Las variaciones del clima alteran el carácter de los reclusos. Una cuestión hormonal que pasado el primer año de internamiento acabas comprendiendo. El tiempo cambia todo lo rápido que las horas se lo permiten, y pronto caerán las primeras lluvias, el bochorno de las tardes, la enfermería atestada de meninjíticos en plena crisis de identidad fisiológica.

Espesos mantos de vapor cabalgan un cielo anaranjado cuando todavía no nos es permitido salir de las celdas, pero yo nunca he contenido el sueño lo suficiente como para disfrutar de él.

El cigarrillo se consume, tal vez lo haga también yo, aunque siempre he procurado simular lo contrario, y las horas gotean su pestilente lentitud a mi alrededor, sin demasiada prisa, porque todavía no se ha inventado un reloj que marque las horas aquí dentro.

El Cuña se mantiene en el habitual duermevelas de costumbre, entre estertores y escalofríos. Siento lástima por él, un cáncer de bronquios va firmando poco a poco su verdadera sentencia y ni siquiera es capaz de advertirlo. Uno acaba creyéndose sus propias mentiras cuando no queda nadie a quien contárselas. Al pobre diablo le encerraron hace cuatro años por follarse a un niño y en cierto modo le envidio, su condena nunca será mayor de tres años mientras que la mía…, prefiero no pensar en ello.

Los funcionarios del turno de mañana comienzan a ocupar sus puestos de trabajo.

No tardará en llegar el pitido que nos devuelva a la vida.

19/10/09

NADA

Un insecto en la
esquina
absorto ante la meada
de Dios
sin párpados ya
quieto sobre el
linóleo –lo más parecido
al cielo
a una nube
a la nada– pero nada
lo ama
y es libre.
Dios sacude su falo sobre la pila bautismal
y se marcha
y el insecto
no comprende nada
absorto
en la esquina

18/10/09

EL DILEMA DEL PROFESOR

Cuando entro en una clase y despliego el bagaje de útiles sobre la mesa y me siento frente a ella y adopto esa imagen hierática que me caracteriza, cruzadas las piernas, la mano sosteniendo pomposamente una barbilla en actitud reflexiva; es entonces, digo, cuando el silencio o algo que se le parece impregna la sala como en los albores de un concierto sinfónico. Después, son mis palabras las que brotan, pausadamente, con una estudiada cadencia interpretativa. Los gestos, la secuencia de movimientos al pie de la pizarra, el tono quedo de una voz afectada, una fingida mirada de agresiva expresividad triangulando por entre los pupitres... La docencia es un arte, una suerte de espectáculo no reconocido. Y como todo arte, la mentira existe, está ahí, palpable, pieza imprescindible sin la cual no es posible el ejercicio comunicativo que es, al fin y al cabo, a lo que debe reducirse esta profesión mía.
La mentira, como una manera de contar verdades siempre discutibles.

17/10/09

DIÁSPORA

Achico el agua
límpida
que entra en este cayuco
de mugre con forma de poema
(que las palabras que sangran vacíos
sean mi único equipaje en esta
huida hacia ninguna parte)

Emigrante de si
mismo; ahíto
como el niño que nace expelido tras la duda
de un amor ficticio;
desnudo de miserias reales; preso
en un cerebro adiestrado para saciarse de vómito.

Necesito la esperanza de que Dios exista
para que mis odios urdan una grafía
plausible.

14/10/09

Lo que me habita
es
lo que no arde

ajuares
que el fuego tan solo lame

donde escrito están
tu olor
tu forma
tu nombre

aquello
que hallarán mis hijos

no los tuyos.

12/10/09

ESCRIBIR UNA HISTORIA, CONTAR UNA HISTORIA

Todo escritor que se precie (y me refiero a los buenos escritores) corre el riesgo de enfrentarse a la realidad y acabar intelectualizándola. Es un error, desde mi punto de vista. Una fácil equivocación sobre la que poder caer. Teniendo en cuenta los tiempos que nos han tocado vivir, resulta de lo más burdo y sencillo forjarse opiniones. Para ello no se necesita ni tiempo, si además atendemos a los niveles de contradicción a los que estamos expuestos diariamente. No es lo mismo escribir una historia que contar una historia. Lo primero se traduce en un ejercicio imaginativo donde el hecho real y el ficticio se soslayan y confunden para acabar resolviendo un esbozo de petulante verdad. Lo segundo, contar una historia, es, bajo mi punto de vista, el ejercicio más noble y astuto al que puede aspirar todo escritor. La realidad no necesita edulcorantes ni aromatizantes porque ella misma apesta al inquietante aroma de la verdad. Bien es cierto que puede existir, y de hecho existen, heterogéneos modos de contar una misma historia, y la literatura rebosa de ejemplos que así lo constatan, métodos que pueden rebajar la verdad a un mero hecho imaginativo, como pueda ser el cuento, pero que nadie podrá discutir que de ella parten. Hay escritores que solo saben escribir, pero yo lo que busco son contadores de historias reales en las que el lector tenga la licencia, y en algunos casos la necesidad, de zambullirse en ellas hasta hacerlas suyas. No sé si me explico, pero cualquier cosa ajena a esto acaba resolviéndose en barata y engreída intelectualidad. En fin, la literatura apesta a semidioses autoconvencidos artífices de su propia pompa y circunstancia, y yo, por supuesto, me cago en dios.

8/10/09

SALE EL SOL, ENCIENDO UN CIGARRILLO

Kenia acaba de entrar en la habitación. Aun es pequeña, apenas un mes desde que fue alumbrada en algún viejo callejón del centro por una gata que probablemente ya ni recuerde. Es pequeña, digo, pero logro percibir sus pisadas desde la cama; jugar con algo, tal vez un fleco que descuelga desde la manta. El maullido de Sombra le delata: está sobre la cama y aun no me había dado cuenta. Son las nueve y media de la mañana de un lunes fresco y soleado de primeros de octubre y no hay nadie en la casa, salvo yo y mis dos gatos, y un silencio agradecido al que ya me he acostumbrado después de varios meses de estancia en mi nuevo hogar: un pequeño apartamento de soltero a dos kilómetros de la ciudad, en un pueblecito desde el que es posible admirar el perfil, a lo lejos, de la ciudad vieja. Nunca he sido muy perezoso, y una vez que me desvelo poco es el tiempo que resisto bajo el abrazo de las sábanas. Así que decido levantarme, ir al baño (Sombra y Kenia, curiosos, detrás), vaciar mi vejiga mediante un largo y torpe chorro de orina amarillenta. La erección es considerable, lo que me obliga a esforzarme en la micción y en consecuencia salpicar de orín los alrededores de la taza. Cuando al fin consigo drenarme, la luz del servicio ilumina en el espejo un rostro somnoliento y despeinado, me ofrezco un poco de agua y la cosa no parece mejorar demasiado. En la cocina (bueno..., salón cocina en realidad) la oscuridad es total, hasta que abro las persianas y una brecha de luz me achica las pupilas hasta hacerlas desaparecer. Nada más abrir la ventana los pequeños saltan al alfeizar para recoger los tímidos rayos de luz que caen desde un cielo aun joven. Una maya metálica les impide la huida, porque en el fondo sé que soy su carcelero. Lo primero que siempre hago antes de llenarme un tanque de café con leche es encender la radio. Eso ahoga el silencio, y también otros fantasmas que quien ha vivido o vive solo conoce perfectamente. Una animada voz pregona con soltura las noticias matutinas: normalmente un cúmulo de miserias, catástrofes y otras afecciones humanas que ocurren casi siempre demasiado lejos como para lograr que alguien en realidad pueda preocuparse. Pero hoy no hay café, al menos en la cafetera, lo que me obliga a ponerme manos a la obra: desenroscar, limpiar tímidamente, colmar el tamiz de colombiano, llenar el depósito de agua, volver a enroscar, encender el fuego, esperar... aprovecho el momento para liarme un cigarrillo porque aun es demasiado pronto y hay demasiada pereza para aplicarse a la pipa. Al cabo de unos minutos la cafetera comienza con su ronroneo burbujeante parecido al que imagino que harían aquellos hornos antiguos que alimentaban las locomotoras de siglos pasados. El olor a café es una bendición que impregna con su aroma la estancia entera. Los gatos regresan con insistentes maullidos del alfeizar, la mecánica de los días y la rutina nos ha adiestrado a los tres, pues sabemos lo que toca. Cambio el agua de sus recipientes y en los otros añado piensos diferentes aunque sé que de poco sirve, al final acabarán intercambiado la manduca. Prohibir algo a alguien es siempre la opción menos inteligente desde luego. Parece que tras las primeras caladas el café ha decidido enfriarse un poco, lo saboreo a base de pequeños sorbos. Siempre he sido un tipo nervioso, de manera que no pasa mucho tiempo hasta que la cafeína comienza a hacer mella en mí. Es en ese momento cuando todo empieza en realidad: el día, la rutina, las horas que cruzan monótonos relojes, la sucesión de caras, de fútiles acontecimientos, de esperas que nada tienen que ver con lo que nos habíamos imaginado años atrás. En fin, se ha desplegado el atrezzo y con el todo la tramoya y su mecánico engranaje. Aquí me detengo, pues. Lo demás es pura inercia.