18/12/10

PREMONICIÓN

Aprendo a vivir sin ti.

Te desdibujas como
el trazo de un lapicero.
Borrosa imagen,
confusa e irreal.

Sueño que el alba desmiente
y en la nada hunde, sin prisa.
Sin demasiada prisa.

El día que faltes
que ya no estés
que te hayas ido

ese día

mis poemas aullarán
como lobos en la noche.

16/12/10

ODA A MI DUCHA

Es allí y sólo allí
donde la dádiva de predecir mi pasado me es concedida,
bajo la orina tibia que sobre mí derramas
como un dios
humillándome el sudor, mi aroma y mis gabelas

es el hombre en bandeja de plata, que te abandona
como se abandona un cuerpo expropiado de gemidos,
temeroso de la palabra frágil
que destiñe su parva exactitud y se esfuma
como el agua
por el sucio desagüe de lo vivido

13/12/10

CRÉEME SI TE DIGO QUE LO SIENTO

Te fuiste con la lentitud con que se esfuman los recuerdos,
pero cuando alcé la mano para decirte adiós

ya no estabas,

te habías marchado tan aprisa
como luego llegó el olvido para acunarte en sus rodillas.

Créeme si te digo que lo siento,

aunque estas palabras den cobijo realmente
a otra más de las mentiras que te alejaron.

8/12/10

RUTINAS

Como cada sábado, lo primero que hizo nada más levantarse fue dar de comer a los gatos. Luego se sirvió su propio desayuno y encendió la radio. Mientras mojaba las galletas en el café con leche, escuchó las noticias: guerra encubierta en El Ayún, cuatro millones de parados, epidemia de cólera en Haití, amenaza de descalabro económico en Wall Street, frente de bajas presiones, lluvia en ciernes, vientos racheados del oeste…, así durante quince minutos.

El mundo le pareció un planeta sombrío y probablemente no muy diferente al resto. Sólo que en ellos no había gente que se matara, ni que se muriese de hambre, ni rezara a dioses sordos para llegar vivos a fin de mes con algo de metal en los bolsillos. La gente, pensó. Ése era el problema. El único problema.

Apagó la radio.

Los gatos, entretanto, habían terminado de comer su pienso y de un brinco sigiloso se habían alzado a la mesa. Tuvo que apartarlos de un empujón para impedir que metieran los hocicos en el tazón humeante. Saltaron al suelo y tras un maullido de rabia se escabulleron por la puerta. Aún pudo oírlos en el pasillo, mientras apuraba los últimos tragos grumosos del café. Luego dejó el recipiente en la pila. Pensó en fregar el menaje sucio que sobresalía por los bordes, pero la necesidad de liar un cigarrillo y fumárselo constituía una urgencia mayor. De modo que fue hasta el salón y procedió con el paquete de picadura, el papel y los filtros que estaban sobre la mesa del escritorio.

Dio la primera calada.

Como en toda rutina, había algo de ceremonioso en aquello: el crepitar del ascua, el humo entrando por la boca y llegando hasta los pulmones, la caricia amable del benceno en ellos, el regusto amargo en el cielo del paladar al exhalar la bocanada.

Sintió entonces un quejido en los intestinos. Fue hasta el baño y se alivió sentándose en la taza del váter. Fue algo rápido y nada parsimonioso. Se limpió el culo y anotó mentalmente que debía comprar papel higiénico si quería seguir cagando en óptimas condiciones. Pasó a la ducha después. Cuando el agua comenzaba a templarse, se agarró la polla y empezó a bombear sin demasiado entusiasmo. No solía masturbarse en la ducha. Siempre que llegaba al clímax sus piernas comenzaban a flaquear y no podía evitar una sensación de ridículo. Sin embargo, siguió pajeándose hasta que la polla se le endureció. No pensaba en nada en particular. Se limitó a concentrarse en la fricción de la mano abrazando su pene, en el agua tibia que le caía por la espalda hasta lamer el boquete del ano.

Finalmente, se corrió. Como sospechaba, tuvo que sostenerse en la pared para no caer al suelo de la bañera. Una vez recuperada la tensión, vio cómo un hilillo de semen había quedado atrapado entre los agujeros del desagüe. La visión le repugnó tanto que le sobrevino un amago de arcada. Pero sólo se quedó en eso.

Ya en la habitación, una luz decrépita e invernal se filtraba a través del cristal de la ventana. La lámpara de la mesilla aliviaba de sombras el cuarto mientras se secaba con el albornoz los pliegues recónditos de su cuerpo.

Vio que el teléfono parpadeaba con insistencia. Abrió su tapa. La pantalla reverberó el mensaje de una llamada perdida. Clara. Lo había telefoneado durante el rato que había estado en la ducha. Era la cuarta vez que lo hacía esa semana y en ninguna de ellas había respondido o devuelto la llamada. Una mezcla desaliñada de temor y pereza se lo había impedido. Le repugnaba el teléfono, la violenta intromisión de su reclamo, la insistencia con que el mundo avisaba de su ineludible presencia. Pero lo más difícil de todo era asimilar la idea de que Clara, a esas alturas de sus vidas, formase parte de aquel mundo obstinado y del todo ajeno. Sin embargo, no podía demorarlo mucho más. Esa misma tarde, pensó, marcaría los nueve dígitos y esperaría a que los primeros tonos diesen paso a la voz de Clara, aguda y quebradiza al otro lado de la línea.

Pero eso sería a la tarde. Antes terminaría de vestirse, se cepillaría los dientes en el baño y se marcharía, como cada sábado, a comer a la casa de su padre.


***


Abrió la verja de fuera con sus propias llaves y cuando iba a hacer lo mismo con la puerta de entrada, timbró antes. Un breve bufido nervioso se propagó en el interior. Más que un reclamo parecía una advertencia, una vieja costumbre que repetía cada sábado al entrar en la casa en la que tantos años vivió pero que nunca pudo sentir suya.

Dentro hacía calor. Ese calor seco y asfixiante tan propio de las calefacciones potentes pero que agradeció a pesar de todo, porque afuera el frío era intenso, como cortado en filos delgados que arrastraba el viento.

Avanzaba a través del recibidor cuando el cuerpo orondo y encorvado de su padre llenó el quicio sobre el que se abría el salón de la casa.

—Hola, hijo. Te estaba esperando.

—Buenos días, padre.

La rutina del saludo los obligó a besarse las mejillas. Luego, ambos entraron en la sala.

Hacía justamente una semana desde la última vez que lo había visitado. Siete días que en nada parecía que pudieran cambiar las cosas. En cambio, lo notaba diferente; más torpe en sus movimientos, como cansado y vacilante al caminar.

—Venga, pasa y ponte cómodo. En el aparador hay un poco del vino que sobró la semana pasada. Sírvete una copa, si quieres. Y, de paso, sírveme otra a mí —el viejo se había desplomado en la mecedora que estaba frente al televisor encendido y a penas sin volumen. Era la hora de las noticias: las mismas guerras, los mismos parados, las mismas enfermedades y descalabros bursátiles…

Sirvió dos copas de vino. Acercó una de ellas a su padre y se sentó con la otra en el sofá que pegaba a la pared del fondo.

—¿Cómo te encuentras, padre?

—Al parecer, bastante mejor que este estercolero de mundo —dijo, clavando la vista en la pantalla mientras a pequeños sorbos iba dando cuenta del vino—. De hecho, como continúe así, creo que podría sobrevivirle. Y tú, ¿cómo estás? ¿Qué tal le van las cosas a Clara?

Naturalmente, el viejo desconocía la historia. No hacía mucho que se había separado y aunque nunca antes Clara se había prodigado demasiado en vistas a la casa de su suegro, prefirió ocultarle el hecho de que ya no compartían la misma casa ni la misma vida.

—Está bien —dijo—. Te manda recuerdos.

—Tienes mucha suerte. Hoy en día, dar con una mujer sencilla que te quiera y sepa respetarte es tan complicado como encontrar un buen trabajo. Y tú has logrado las dos cosas. Siéntete afortunado por ello.

—Lo sé, padre.

—¿Todo bien en el colegio?

—Sí. Todo bien.

—Respeto, ya lo sabes. Sin él, no es posible conseguir nada en esta vida. Hazte respetar por tus alumnos y compañeros y lo demás vendrá rodado.

—Sí. Lo sé, gracias.

—Fíjate en ellos —dijo con los ojos puestos en la pantalla, donde la imagen de un hombre subido a la estrada y flanqueado por decenas de personas acaparaba el plano—: expuestos como están todos los días a que la gente los lapide y los sublime a partes iguales. Y, aún así, aguantan. Impertérritos. Con la seguridad que proporciona un objetivo en la vida, aunque esa predestinación carezca por completo de sentido para el resto de los mortales —dio otro pequeño sorbo—. Abnegación y respeto, hijo. Son las claves del triunfo en esta vida. Eso y una mujer que te quiera. No lo olvides nunca.

—No lo hago, padre.

—Igual que tu madre. Una buena mujer con la mala suerte de las mejores personas. Donde quiera que esté, no dejará de sentirse orgullosa de lo que aquí ha dejado.

Veinte años hacía que ella no estaba, pero su recuerdo colgaba de los rincones de aquella casa. Y siempre que regresaba era como si el tiempo no hubiera pasado, detenido en un impasse que duraba décadas, como si algo, en ese viejo decrépito y trasnochado que era su padre, aguardase aún la esperanza de regresar a tiempos, quizá no mejores, pero sí menos solos.

—Lucha por todo aquello que te haga la vida soportable. El futuro se conquista a cada segundo, hijo —añadió, e incorporándose de la mecedora dejó la copa vacía de vino sobre la mesa—. ¿Tienes hambre? Va siendo hora de comer ya.


***


Apenas hacía unos minutos que habían terminado, lo justo para que le diera tiempo a fregar los platos y recoger las migas de la mesa, pero cuando regresó al salón su padre ya roncaba plácidamente en la mecedora.

Se quedó de pié, a su lado, observándolo. El viejo tenía el cuerpo recostado y la cabeza caída hacia el lado izquierdo, la boca entreabierta y flanqueada de barba cana, el gesto cansado, plegado en arrugas que surcaban una tez amarillenta y moteada de pequeñas manchas y barrillos. Hubiera pasado perfectamente por un cadáver de no ser por el resuello ronco y acompasado de su respiración.

Fue hasta la hornacina que había bajo el mueble del salón y sacó una manta de viaje. La dobló sobre sí misma y luego la extendió sobre las piernas de su padre. Silenció, después, lo poco que quedaba de volumen en el televisor y sigilosamente bajó las persianas hasta hallarse entre penumbras.

Solo el reflejo de la pantalla iluminaba vagamente el rostro extinto del hombre a quien debía su vida. Le pareció, entonces, un ser extraño. Se obligó a sentir lástima, a dejarle tal vez un beso de despedida en la mejilla. Pero le fue en modo alguno imposible.

En lugar de ello, recogió sus cosas, se puso la cazadora y en silencio abandonó la casa.

Antes de llegar a la suya pasó por el supermercado para abastecerse, entre otras cosas, de papel higiénico y un par de sobres de café. A esas horas no había prácticamente nadie en los pasillos y pudo desenvolverse con comodidad en una destreza, la de la compra, que aun no dominaba enteramente. Se perdía buscando los productos y una vergüenza incomprensible le impedía preguntar a los dependientes por la ubicación de aquello que buscaba. En la sección de bebidas sopesó la posibilidad de comprar una botella de ginebra, pero al final decidió conformarse con una caja de cervezas en oferta.

Allí mismo, a escasos metros de donde estaba, otro hombre estudiaba el precinto de una botella de licor. No era mucho más viejo que él, pero el modo en que observaba el frasco le invitó a avejentarle. Lo tenía izado a escasos centímetros de la cara y buscaba el reflejo de luz con el que poder leer por encima de unas gafas al borde del precipicio de una nariz roma. Le pareció ridículo y conmovedor; hasta que sus miradas se cruzaron en el instante que basta para comprender la similitud de un mismo destino, precisamente en el mismo instante en que la apartó de pura y lapidaria vergüenza. Entonces ya solo le pareció ridículo.

Sin nada más que comprar, cogió las cervezas y se alejó hacia las cajas de pago.

Abrió torpemente la puerta de su casa, cargado con las bolsas de la compra. Los gatos acudieron a su encuentro maullando a coro, como desconsolados. Se abrió paso hasta la cocina, sorteando los quiebros de los animales, y dejó las bolsas sobre la encimera.

Volvió a pensar en la pila atestada de platos sucios y en la necesidad de limpiarlos y de imponer un orden estricto en su vida. Pero cuando la necesidad de fumarse un nuevo cigarrillo volvía a interponerse, sonó el teléfono. Lo sacó del bolsillo y lo descolgó sin mirar quién llamaba. No era necesario.

—¿Diego? Soy yo, Clara… ¿me oyes?... Diego, ¿estás ahí? Soy yo… no te oigo, ¿tú me escuchas?... ¿DIEGO?... ¡HOLA!, ¡SOY CLARA!... ¿ME OYES?...

7/12/10

EN INVIERNO

me mato a pajas
me dejo barba
me encierro en casa

pero la gente se pregunta
si me sucederá algo
alguna enfermedad
depresión
muerte
asesinato tal vez

no

me encantaría
pero no

simplemente
estoy ocupado

encerrándome a pajas
dejándome barba
matándome en casa

POÉTICA

Hay poesía
en una polla enhiesta
ensartando
el hueco sedoso
de un coño hambriento.

Solo
si ese rabo es el mío,
y tu raja,
arena de espliego
donde drenar
mi tristeza.

6/12/10

ESTOY

en esa búsqueda,
a veces impaciente,
de la palabra justa.

13/11/10

DIÁLOGOS IMPOSIBLES VIII

(cosas horribles)


—he vuelto a escribir.
—qué bien. No sabes cuánto me alegra escuchar eso.
—a mí no. Maldita sea, a mí no.
— ¿por qué dices eso?
—es esa pantalla…
— ¿qué pantalla? ¿de qué diablos me estás hablando?
—esa pantalla. La del ordenador.
— ¿y qué se supone que le pasa a la pantalla de tu ordenador?
—no le pasa nada. Es lo que dice.
— ¿y qué coño dice? Si se puede saber…
—cosas horribles, maldita sea. Cosas horribles…

8/11/10

PALABRAS PARA ABORTAR PRIMAVERAS

Hace cosa de dos años me telefonearon para preguntarme si quería participar en una antología de poemas relacionados con la primavera. La organizadora de la idea era la plataforma que la ciudad de Segovia había creado para dar cobertura a su candidatura como Capital Europea de la Cultura para el año 2016. Ignacio Sanz, escultor y narrador bastante conocido en la escena literaria castellana, fue quien les facilitó mi contacto. Tiempo atrás, le había enviado el ejemplar del borrador Para luego acabar todos abonando cipreses, mi primer libro de poemas.

Evidentemente acepté la propuesta. Y no sólo eso, además me ilusioné con el proyecto. Aparecer en un poemario junto a firmas como las de Juan Carlos Mestre, Peter Wessel o el propio Ignacio Sanz me supuso un empalme más que considerable que me tuvo en una nube y sin poder dormir durante varias semanas.

Poco tiempo después se volvieron a poner en contacto conmigo. La idea era enviar una selección de mis poemas de entre los cuales ellos escogerían los afortunados. Yo les advertí que mis textos no eran lo que se podría decir composiciones puramente primaverales, que de hecho jamás había escrito nada que pudiera parecerse ni de lejos a una composición paisajística. Me contestaron que eso no importaba, que el título del poemario —Palabras para plantar primaveras— era una mera escusa prosaica y que lo que verdaderamente importaba era el hecho de que un tipo de veintisiete años perdiera el tiempo escribiendo poesía. Acepté, de nuevo. Les envié un correo con algunos de mis poemas y al cabo de unos días me contestaron para decirme que los seleccionados finalmente habían sido cuatro.

Todo marchaba a pedir de boca. Una vez terminada la maquetación, conseguidas las licencias y los medios de financiación, Palabras para plantar primaveras estaría listo para ser enviado a la imprenta en marzo de 2008. El empalme me duró otra tanda de semanas.

Pero todo era demasiado bonito como para ser cierto.

A comienzos de ese mismo año, bajo las sospechas que entonces ya se tenían del incipiente descalabro económico en que nos hallamos inmersos a día de hoy, las subvenciones culturales de la Diputación de Segovia fueron esquilmadas y, con ello, el proyecto del poemario descartado y olvidado en los anaqueles de lo que pudo haber sido. Nada más volvió a saberse del tema. A partir de ese momento el dinero se emplearía en iniciativas mucho más lucrativas y con un mayor impacto mediático. Además de todo ello, se filtró la noticia de que la encargada de coordinar la antología había descartado la publicación de alguno de los poetas reunidos. La razón era el empleo indebido y gratuito que ellos hacían de un lenguaje soez, barriobajero, vulgar y declaradamente antipoético. Yo y mis poemas nos encontrábamos entre ellos.

A la tipa en cuestión la conocía de sobra. Una zorra incapaz de distinguir las Coplas por la muerte de su padre del prospecto de la píldora anticonceptiva que por ley debería serle administrada para librar al mundo del peso de su ignorancia congénita y hereditaria.

El caso es que el cabreo se me pasó y poco después me olvidé del asunto. Hasta hace unos días, cuando repasando mis archivos en el ordenador me topé con el documento en pdf de lo que iba haber sido el poemario.

Han pasado más de dos años y ya no hay cabida al resentimiento. Pero sospecho que tal vez sea hora de hacer justicia a unos poemas de los que aun no estando especialmente orgulloso, dado el tiempo que ha pasado y lo fácil que en ellos es advertir las influencias que en el momento de su composición tuvieron sobre su autor, en cualquier caso bien merecen una segunda oportunidad.

Aquí los dejo, en epitafio final:


EL FINAL DE LA NAVIDAD


Lunes
7 de enero.
Amanezco después de dos días
de borrachera
y descubro a Sombra
sobre el quicio de la ventana.
Me acerco hasta él.
Los niños al otro lado
juegan,
pasean sus bicicletas y patines.
Sus ojos brillan.
Me detengo un instante más
y pienso en los años que han pasado
desde que yo fui
cualquiera de esos niños.
No sé si son muchos,
creo que no.
La vida pasa tan aprisa
que a veces no deja tiempo
a saborear cada momento.
La vida pasa aprisa
y las cosas
siempre podía haber sucedido
de otra manera,
y aquí estoy yo,
resacoso,
acariciando una pequeña bola
de pelo negro que maúlla
frente a la ventana.
Qué sabe él,
qué sabrá nadie de todo esto,
en fin...
el olor a café llega
desde la cocina,
liaré un cigarrillo.
Hoy me obligaré a sonreír.


EL ZULO


Los peldaños de madera chirrían a cada paso.

Subo un piso, dos, tres.

Encajo la llave en la cerradura
y activo el picaporte.
La puerta también chirría al abrirse.

¿Lo hueles?

¿El qué?, me pregunta. No huelo a nada.

Eso es, afirmo,
aquí no huele.
Aquí no huele a nada.


PARA LUEGO ACABAR TODOS ABONANDO CIPRESES


Hace falta estar medio loco
para sentarse frente a la pantalla y teclear
un puñado de palabras a las que etiquetar de poema.
Hace falta estar desesperado
o simplemente aburrido
para emborronar la página de consignas, mensajes o salvoconductos.
Hace falta suficiente tedio
y suficiente asco
para hacer esto
en lugar de lanzarte a la calle
pipa en ristre
y hacerle un favor a este hacinado y contaminado mundo.
Hace falta esta discreta apariencia
de cordura
para no tirar la toalla
en mitad de todo este montón de nada
al que buscamos algún mínimo sentido.
Hablar de la muerte,
del deseo,
de la ansiedad,
del amor,
de pollas en vinagre.
Hablar de esto y de lo otro
aunque no valga de mucho
o aunque directamente no valga de nada.
Hace falta morirse un poco en cada verso
y hace falta reinventarse en el siguiente:
la peonza que sigue girando,
el sol despareciendo por el mismo lado,
la luna iluminando la noche
como si del ojete del mundo se tratase.
Hace falta todo esto
y más cosas que ahora se me escapan
porque no tengo más remedio que ponerle fin a este poema
y continuar con el siguiente, y así
hasta que le crezcan barbas a la esperanza
o hasta que la peonza detenga el ditirambo
y mi sol y mi luna me acompañen al hoyo
y a tomar por culo
y el mundo a otra cosa
sin mí.


SUENA EL TELÉFONO


Es ella.

Hazme un favor, dice,
aún no he comido
y tengo acidez.
Unos pocos macarrones
con aceite
estarían bien,
¿quieres?
Llegaré en veinte minutos.

Corto la llamada.
Enciendo el fuego
vierto el agua
dejo que hierva
echo la pasta
cinco
diez
retiro el fuego
veinte minutos.

Me siento a teclear esto.

Media hora;
aún no has llegado.

6/11/10

HERIDA

De niño, solía bajar a la calle
y jugar con los chicos de mi barrio.
Me juntaba con ellos
en la acera de las viejas destilerías Dyc.
Allí dábamos patadas al balón, aunque muchas veces
nos conformábamos con las patatas que le robábamos
a la Juani de su frutería. Otras veces
competíamos alrededor de la manzana
subidos a nuestras bicicletas,
o guerreábamos con las castañas que caían en otoño.
Recuerdo que más de uno acabó en el hospital,
ensangrentado y con la cabeza abierta
y algún que otro ojo morado.
Yo, sin ir más lejos, en más de una ocasión.
Esas heridas me hacían fuerte.
Sobre todo las de las rodillas tras tropezar y caerme al suelo.
Ya de pequeño me aficioné al dolor.
Disfrutaba con ellas, observaba su progresión.
Me fascinaba el borboteo de sangre,
su oscuro color, casi negro, cuando empezaban a coagularse,
y luego, una vez secas, me arrancaba la costra áspera
y la sangre volvía a brotar desde los bordes
como el agua en los manantiales.
Eran mis heridas, mis medallas de guerra, mis cicatrices
que aún descollan pálidas en mis rodillas,
rastros de piel surcada por una infancia que debió ser feliz.
Hoy, pensando en ello, he caído en la cuenta
de que algo parecido hice contigo,
y por eso te escribí y te escribí y luego volví a escribirte
constantemente, una y otra vez.
Para desprenderte de mí; arrancarme esa vieja herida
que huele a ti, lleva tu nombre y sangra tu sudor.
Para hacerte cicatriz y que nadie,
ni el tiempo,
pueda decir que no fui niño,
que no te amé hasta agotarme.

1/11/10

RISK

Yo tenía un amigo en Valladolid. Se llamaba Javi pero todo el mundo lo conocía por su apellido, Arregui. Solíamos quedar por las tardes para tomar cervezas. Normalmente lo hacíamos en mi casa. Pasamos las tardes de aquel otoño y el respectivo invierno bebiendo cervezas en el salón de la casa donde vivía con mi chica y su hermano. Ellos trabajaban y yo en cambio vivía del cuento y de lo poco que ganaba en currillos esporádicos que me salían de vez en cuando, así que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o bebiendo cerveza con mi amigo Arregui. También fumábamos porros. Yo entonces no hacía otra cosa que leer, beber y fumar porros. Entonces no era feliz como tampoco lo soy ahora, pero cada vez que me acuerdo de aquella época una sensación de agradable emoción me embarga. No debió ser tan mala, después de todo. Aquella época, digo.

Una tarde Arregui se presentó en mi casa. Llamó al telefonillo del portal y le abrí.

—Qué pasa, tú. Mira, éste es Susco.

Venía con un tipo alto y delgado y vestido completamente de negro. Llevaba una mochila al hombro sobre la que caía una larga melena fina y también negra. Su cara era de una palidez extrema. Parecía enfermo, como anémico. Me estrechó la mano y se sentó en uno de los sofás del salón. En el otro lo hicimos Arregui y yo.

—Susco ha traído un juego de mesa —dijo Arregui.

El tipo, que todavía no había abierto la boca, sacó de la mochila un rectángulo de cartón. Lo desplegó. Tenía los bordes carcomidos e hinchados por la humedad. Era el tablero del juego. En él había dibujado torpemente un mapamundi dividido en diferentes territorios. Luego, de un estuche de lapiceros, sacó y dejó sobre la mesilla del salón las fichas. Se trataba de montones de soldaditos de infantería, pequeñas figuras de hombres a caballo y otras tantas de cañones de época napoleónica todas ellas coloreadas de diferentes tonalidades.

—Yo siempre escojo las negras, así que vosotros elegid el color que más os plazca.

—Muy bien —dije yo—, me quedo con las rojas.

—Yo cogeré las amarillas —dijo Arregui.

Mientras sacaba de la nevera unas litronas, Susco empezó a explicarnos la mecánica del juego. No parecía demasiado complicada pero eran muchos los datos de modo que en cuestión de minutos comencé a perder el interés y a limitarme a asentir con la cabeza mientras pensaba en mis cosas.

Cuando Susco terminó de hablar, nos preguntó si lo habíamos entendido todo y si teníamos alguna duda o algo que preguntar. Yo dije que no, que estaba todo claro, pero Arregui consultó ciertos puntos que no había terminado de comprender. Terminadas las aclaraciones comenzamos a desplegar nuestros soldaditos por la superficie del tablero.

La partida nos llevó unas dos horas. El juego estaba bastante bien pero tenía el inconveniente de resultar bastante lento, lo cual nos invitó a beber bastante cerveza y a fumar bastantes porros.

Cuando llevábamos una hora y media aproximadamente entendí que mi partida estaba más que perdida, de manera que replanteé mi estrategia y decidí putear todo lo que fuera posible, olvidándome por completo de las misiones que debía completar para alcanzar el éxito. Para ello firmé un pacto de no agresión con Arregui en uno de los frentes que compartíamos y que hasta ese momento había sido todo un polvorín. Eso le permitió relajar sus defensas en aquel enclave y centrar sus esfuerzos en derrotar a Susco que, a esas alturas, era el único que podía arrebatarle la partida. Cuando me llegó el turno, lancé mi ofensiva.

—Eres un hijo de puta y tu palabra vale menos que las legañas de un cadáver —soltó, ofendido, Arregui.

Para entonces le había encontrado el gusto y el sentido al juego, de modo que no le di mayor importancia a sus gritos e insultos y le reventé todo lo que pude reventarle. Ayudada por el alcohol y por un repentino golpe de suerte con los dados, mi cara debía parecer una antorcha encendida.

—Eres un hijo de la gran puta —repetía Arregui, quien no daba crédito ni a la maniobra que yo había iniciado ni a lo reacio que eran los dados a que ésta parase.

Así seguí un par de tiradas más hasta que decidí replegarme. Los ejércitos esquilmados de Arregui sobre el tablero eran tan sólo una sombra de lo que habían sido apenas unos minutos antes. Le tocó el turno a Susco. Lo tenía fácil y no desaprovechó la ocasión.

—¿Tú también, hijo de perra? —le soltó Arregui.

—¿Qué quieres que haga? Es sólo un juego y te tengo a tiro.

La suerte de dados quiso que entonces fuera Susco el que le untara el morro. Arregui no lo podía creer. De tener el tablero rendido a sus pies había pasado a ser un ejército desmadejado y sin posibilidad de redimirse. Para cuando le llegó el turno estaba tan borracho y cabreado que ni se molestó en tirar los dados. En lugar de eso se levantó y nos dijo señalándonos con el dedo:

—No creo que vuestras madres estén demasiado orgullosas de haber parido alimañas así. Me habéis jodido a base de bien los dos así que no esperéis que termine la partida. No os daré ese gustazo.

—Venga, Arregui, no nos jodas que es sólo un juego —dije.

—La zorra de tu madre sí que era sólo un juego —dijo, y con las mismas se abrió paso hasta la puerta y de un golpe se largó.

Susco y yo nos quedamos en silencio un rato. Luego éste empezó a recoger las fichas en el estuche de donde las había sacado, dobló el tablero en cuatro partes y metió todo en la mochila. Cuando lo tenía recogido, dijo:

—Es sólo un juego, pero lo has jugado sucio. Yo también me voy.

Y eso hizo.

No volví a verle. Por supuesto, a Arregui tampoco. Desde aquella tarde no volvió a llamarme y cuando yo lo hacía nunca me cogía el teléfono. Así estuve unas semanas, luego me cansé de intentarlo y nadie más supo de él.

Hasta esta mañana, cuando me ha sonado el teléfono y una voz que se supone debo conocer y a la que todavía no logro recordar me ha dicho que lo encontraron hace unas semanas tirado en un parque. Lo habían cosido a navajazos unos yonquis. Para cuando llegaron los servicios de asistencia poco pudieron hacer, aparte de certificar su cadáver.

No sé por qué sus legañas me vinieron a la cabeza.

Pero el caso es que ahora recuerdo. La voz en el teléfono debía ser la de Susco. Han pasado cinco años de aquello y, aunque mi memoria nunca ha sido muy poderosa, apostaría a que la voz en el teléfono era la de aquel tipo.

La pregunta es: ¿quién diablos le daría mi número?

20/10/10

IN MEMORIAM FUGITAM (fragmento)

Por cada una de las veces que pensé en abrir mis venas
y no lo hice
por no encontrar motivos para culparte,
escribo este poema
ahora que ya no estás
que tu nombre lo silba el viento

12/10/10

ACHICANDO AGUA TODO EL TIEMPO

El problema no es que esté solo,
que quizá lo esté, sino que nunca,
por extrañas razones que desconozco
y que ni siquiera sé si me importaría
lo más mínimo conocer,
deja de sobrarme gente.

10/10/10

BISES

El otoño,
su afligida luz de mediodía,
el viento racheado que llega del oeste,
las nubes sucias que éste empuja
y finalmente el agua
moteando los cristales,
el capó de los coches aparcados ahí afuera,
ensuciando el pavimento
con su negra y marchita y ácida alfombra.
El otoño,
otra vez el otoño.
Ya no hay niños en las calles jugando.
Los perros orinan rápido en las esquinas
y los gatos huyen bajo los coches recién aparcados.
Otra vez el otoño.
Otra vez el puto maldito otoño
y su estela inacabable de noches frías y eternas
como el filo de una navaja oxidada
que perdió el brillo hace ya mucho,
muchos otoños.

6/10/10

BOLSAS DE PLÁSTICO

Se quejaba del viento.
El viento es una putada, decía.
Pasó el invierno en la 5ª Avenida rodeada de pijos
cargados con bolsas de Armani y Louis Vuitton
mientras
ella jugaba con otras bolsas,
de plástico,
creaba formas con ellas,
un milagro de vida en movimiento
sólo cuando el viento lo permitía.

Una tarde llegó él y se quedó mirando,
a ella,
a esas bolsas que no eran bolsas
sino geishas y bailarinas
pero sobre todo a ella.
Se quedó mirando y esperó, y aplaudió al final
justo cuando le proponía un café
en el puestecito que hacía esquina con la 59.
Se llamaba Mang y era indonesio.

Sólo más tarde le recitó sus versos, torpes estrofas
que él mismo vertía al castellano.
Hablaban del agua y del viento,
del Puncak Jaya y las montañas del Sudirman,
de los acantilados de Komodo,
de los granos de arroz, del amor…;
quería metérsela a toda costa y ella
lo sabía y no lo permitió, hasta que llegó la noche
y el alcohol emboscó sus defensas
y él se abalanzó y no pudo evitarlo.

Lo que en ella vertió después
ya no fue poesía.

29/9/10

RAFAEL

Dios me necesita,
yo soy su medicina

25/9/10

SIN DOLOR NO HAY RAZÓN

Ven y devuélveme lo que es mío,
lo que me robaste: el placer
de lamer piedras de sal cuando tengo sed,
de enjugarme tu llaga con las lágrimas del sida..., porque
ya sólo lloro por el ojo izquierdo.
Ven y devuélveme —mala perra— mis miserias
soportables.

Son mías.
Ese dolor me pertenece.
Ese dolor soy yo.

5/9/10

LOS AGUADORES

Desde que tengo uso de razón, en mi casa siempre se ha bebido agua de la vieja fuentecilla de la Pradera de Navalhorno.

La Pradera es una pequeña aldea a los pies de la sierra de Guadarrama, unos pocos kilómetros en dirección sur desde la Granja de San Ildefonso, siguiendo la carretera 601 que asciende hasta el puerto de Navacerrada. Allí, junto al arcén izquierdo, está la fuentecilla, flanqueada a un lado por una vieja casona típica de la comarca y al otro por un pequeño complejo que hace las veces de hospedería y restaurante. Dicha fuente remansa el agua que desciende por una cacera desde el alto del pico Peñalara, canalizándola hasta su falsa desembocadura a través de un pitorro de hierro oxidado. En sí misma la fuente no es gran cosa, unas cuantas piedras de granito formando un cubo para desalojar el agua bajo otro bloque no mucho más grande que sostiene dicho pitorro. No es gran cosa, aunque los lugareños aseguran que ese agua contiene interesantes propiedades minerales que la convierten en un bien preciado, razón que explicaría la asiduidad con la que es frecuentada.

Yo mismo acabo de regresar de allí hace unos minutos, después de haber cargado el maletero del Kia con los bidones vacíos de mi casa y de la casa de mis padres. He elegido la primera hora de la tarde porque es el momento en que mejor se está, sin apenas gente en los alrededores y protegido del asfixiante calor por la umbría norte de la sierra.

Cuando llego allí, el procedimiento es siempre el mismo, algo que aprendí cuando de niño acudía con mis padres. Tras acercar los bidones coloco el primero en la rejilla que hay sobre las piedras, mientras éste se llena abro el siguiente, lavo el tapón, enjuago el interior del recipiente con una pizca de agua y espero a que el primero se colme, en ese momento hago el cambio, cierro el primero de los bidones y comienzo a hacer lo mismo con el tercero. Así sucesivamente hasta que tengo llenos todos los bidones. Luego los vuelvo a cargar en el maletero y con las mismas me voy. Es un juego que a base de repetirlo hago del modo más mecánico que puedas imaginar. Ésta es una de mis pequeñas destrezas.

Para ciertas personas la idea de desplazarme más de diez kilómetros para proveerme de agua les parece un disparate si no una verdadera estupidez. Les hace bastante gracia cuando les comentas que vienes de traer agua o que no puedes quedar en ese momento porque tienes que ir hasta la sierra a llenar los bidones. Lo encuentran ridículo.

—Pero, ¿qué pasa? —te inquieren—, ¿es que aún no ha llegado el agua corriente hasta tu casa?

Yo no respondo nunca nada. Solamente les acompaño la gracia con una sonrisa. Supongo que en el fondo sería inútil hacerles entender el motivo, si es que lo hay. Y aunque lo hubiera, no creo que me mereciese la pena perder el tiempo en explicaciones que por otro lado seguirían sin entender. De modo que me limito a eso. A reírles las gracias y quedar para otro momento, cuando la situación sea más propicia y no me ocupen tales menesteres ordinarios.

De todas formas la fuentecilla de la Pradera es un lugar mágico, como sacado de otra época, uno de los pocos resquicios en que mi imaginación puede navegar libremente, sin ataduras. Allí es fácil pensar. Es un lugar inspiratorio donde la calma y el dulce aroma a terruño se respiran, donde no existe la prisa, donde las personas se saludan y existe la camaradería entre los aguadores, que es así como nos llama el anciano que siempre está sentado a la puerta de su casona, a un lado de la fuente, con su viejo perrillo de presa tumbado a la sombra de un abeto, observándonos cómo les tomamos prestado esa agua misteriosa que les ha permitido envejecer.

Creo que amo ese lugar, y me parece que mañana regresaré de nuevo. Porque hoy no estaban ninguno de los dos. Y eso me preocupa.

4/9/10

COMO PUEDES VER

Sometido
al riguroso dictamen
de la nada,
me convence
el poco sentido
que tiene todo,
la inutilidad de cualquier idea,
de cualquier acto,
de cualquier palabra…

Ni la certeza de mi suicidio
podría hoy salvarme

Así,
como puedes ver,

mascando el tiempo
en los relojes.

29/8/10

PEQUEÑA FLEXIÓN EN CLAVE DE RE (la fecha)

Tal día como hoy, un veintinueve de agosto, hace exactamente quince años, un impulso irrefrenable y nebuloso me llevó a sentarme frente al viejo escritorio que mi habitación tenía en la casa de mis padres, y me puse a escribir lo que entonces sería —y no sabía— mi primer poema. Lo hice de una tacada, con el bolígrafo enloquecido surcando la pátina blanca de la hoja, alboreándola de palabras que aún hoy, pasados esos mismos quince años, todavía no logro comprender, escupidas de un tirón, como Karmelo Iribarren asegura que nunca deben escribirse los poemas.

Recuerdo con tanta precisión la fecha porque la anoté al término del mismo. 29/08/1995.

Luego, después de aquél, vinieron más. Cientos de poemas anotados en pequeñas libretas que todavía conservo. Escritos del mismo modo. De un tirón, de una tacada; como nunca deben escribirse los poemas. Palabras de una violencia extrema y desgarradora. Supongo que igual de equívocas que la dolorosa adolescencia en que fueron concebidas.

Esos cuadernos están ahí, en un rincón escondido de las estanterías, arropados por el polvo de los años y camuflados entre los libros que el tiempo me hizo atesorar.

No suelo acudir a ellos. La razón, supongo, una mezcla entre vergüenza y temor. Vergüenza por lo que entonces quise haber sido, y temor por lo que en verdad era. Pero esta mañana, la casualidad quiso que cogiera uno y lo abriera; y allí estaba, escrito en la primera hoja con una caligrafía que me es extraña, mi primer poema…

Todavía me pregunto cómo es posible que siga vivo desde entonces:

Vivo
sobre inútiles pértigas de alcohol
y ofrezco dientes como animal primitivo
frente a la luz
res
que
bra
ja
da
de la ventana.
Mientras
la cordura mece cadáveres
de perros sedientos de océano,
y el vapor de la muerte
-criatura inútil-
iza los restos de su encrucijada
aquí
en la sima de mi ombligo
donde una mujer de escarola hunde su
lengua
inútil.

27/8/10

JAQUE MATE

Saber mover tus fichas
por el tablero
de esta puñetera
vida

eso,
¿dónde lo enseñan?

24/8/10

LO CONFIESO

—inquieto
sonámbulo de pesadilla-ficción,
borracho romántico y trasnochado,
un Holmes venido a menos
sin lupa ni Watson ni violines que tañer—,
aún persigo esa pista, aquel rastro
corrompido que fue
tu huella dactilar en mi bragueta.

23/8/10

TODO LO QUE TENEMOS EN ESTE MUNDO ES EL RESULTADO DE ESA LUCHA DEL HOMBRE CON LA MUERTE

Estas tardes de agosto, lentas y calurosas, pocas veces me invitan a otra cosa que no sea la lectura. Se puede tener más o menos suerte con los libros que eliges. Yo, desde luego, hoy la he tenido. Y me apetece compartir contigo un fragmento que, por otra parte, cae de un modo muy oportuno en este baúl de palabras rotas al que un día bauticé Amueblando la espera.

El fragmento en cuestión está sacado de un diálogo que mantiene el protagonista de la historia con un amigo. Las palabras que a continuación siguen son puestas en boca de éste último, y aunque hacen referencia a la vida de los reclutas en el ejército, creo que ese detalle resulta nimio e insignificante…

El libro se llama Las aventuras de Wesley Jackson. Su autor, William Saroyan.

Ponte cómodo. Sospecho que te va a gustar.

Una vez que superas el primer trago amargo de convertirte en un borrego y empiezas a recuperar tu ego, algo que todo hombre necesita y debería tener, supongo que lo peor de todo es la espera. La pequeña espera y la gran espera. Esperar para comer, esperar el lavado de cerebro, esperar que pasen revista, esperar un permiso. Y luego la gran espera: esperar el correo, esperar a que digan adónde te enviarán, esperar a que termine la guerra… y, naturalmente, la mayor espera de todas, esperar a que te maten, o que no te maten (…).

La vida no es más que una espera, y el hombre que nace con cuerpo de ser humano inconscientemente espera a que ese cuerpo se consuma y regrese a la tierra. Espera la muerte. Pero como sabe que va a poder disponer de ese cuerpo durante treinta o cuarenta años más, trabaja y espera otras cosas. Cuando es un muchacho espera convertirse en un hombre. Luego espera casarse. Y luego tener un hijo y luego espera poder hablar con su hijo. O si al principio no quiere esperar casarse, espera una chica que lo ayude a sentirse vivo, o a sentir que es algo más que media docena de fluidos que recorren todo su cuerpo, algo más que otro animal estúpido, débil y ridículo envuelto en un traje, que lo ayude a sentirse inmortal. En otras palabras, espera la experiencia, espera enamorarse, espera la sabiduría que intuye le proporcionará el amor. O bien, si no quiere esperar una esposa, ni la sabiduría del amor, quizá trabaje y espere hacer algo, convertirse en alguien, tal como suele decirse: darse a conocer a mucha gente, en lugar de sólo a su familia y a un círculo reducido de amistades, darse a conocer a Dios, a fin de cuentas, escribir una canción, hacer un gran descubrimiento en el campo de la ciencia o de la poesía, revelar la verdad, ganarse la bendición de Dios. Pero al fin y al cabo lo que quiere es vivir. Y quedar impune. Sabe que un día u otro se va a morir, haga lo que haga, pero desea la mejor de las muertes. Todo lo que tenemos en este mundo es el resultado de esa lucha del hombre con la muerte, nuestras canciones, nuestra poesía, nuestra ciencia, nuestra verdad, nuestra religión, nuestros bailes, nuestro gobierno, en definitiva, todo: el comercio, la invención, la maquinaria, los barcos, los trenes, los aviones, las armas, las habitaciones, las ventanas, las puertas, los pomos de las puertas, la ropa, la cocina, los sistemas de ventilación, la refrigeración, los zapatos… (…)

Todo el mundo es igual, todos esperan lo mismo, la muerte. Y entretanto esperan hacer alguna de las otras cosas que acabo de mencionar (…).

Esperamos la muerte, incluso estos cigarrillos nos ayudan a esperar (…). Los cigarrillos son un buen invento. Sin ellos los hombres no podrían ir a una guerra. Te matan un poco, lo suficiente para que cada vez te dejes matar un poco más sin enloquecer. Porque hay algo en ti que no quiere que te maten, y debes calmarlo, debes administrarle pequeñas dosis de muerte —sueño, olvido, distracción—, a base de cigarrillos, o alcohol, o mujeres, o trabajo, o lo que sea. No puedes dejar de calmarlo porque es muy sensible. Y si no lo duermes puede que se ponga a gritar. Normalmente consigues sumirlo en un sueño placentero calmándolo con métodos que no son agresivos. En el peor de los casos, no hay más remedio que darle una paliza hasta dejarlo inconsciente. Pero la desgracia comienza cuando llegas demasiado lejos y en lugar de dormirlo lo asesinas, porque entonces tú también estas muerto, tu cuerpo sigue vivo, pero la vida real que hay en él está muerta, y eso es lo que no me gusta de todo este gigantesco enredo (…).

Esperar. Eso es lo que hacemos toda nuestra vida.

22/8/10

PIENSO, CARNAZA

Pensé que ya no estaban,
que se habían marchado
para no regresar jamás,
con su enjambre de palabras
rotas a cuestas,
de adjetivos gastados, como
ungidos en lejía o vinagre,
de verbos que conjuraran olvidos
y alguna que otra memoria tímida
y quebradiza, de nombres
como agujas cuyo émbolo es
—habita—
el veneno…
Pero, en realidad, los poemas no son
sino pequeños gatos asustados,
que salen de la oscuridad bajo la cama
cuando nadie, excepto yo,
queda ya en la casa,
y vienen zalameros a mi regazo,
ronroneando ese motor al ralentí
que nunca —nunca— se detiene,
a arrullárseme entre las piernas,
a pedirme ese alimento que soy yo
y por el que juntos todavía existimos.

19/8/10

QUÉ MÁS DA

Me levanto de la silla
y me acerco a las estanterías.
Cojo un libro al azar
y al azar también lo abro,
y leo:
el miedo llega siempre con el primer cigarrillo del día…
Cierro sus páginas.
Lo vuelvo a depositar donde estaba,
junto a los demás libros.
Tengo miedo.
Sí.
Tengo mucho miedo.
Estoy asustado.
Aterrorizado.
Pero qué más da, me digo.
Estoy bien.
Estoy
como quiero estar.
Eso es todo.

16/8/10

LEJOS

Sé que te has ido lejos,
que has estado lejos.

Pero
contigo se fue
aquello de lo que huías,
y ahora has vuelto,
habéis vuelto
los dos.

Has vuelto
tú.

9/8/10

EL GATO

Se levantaron del sofá en donde habían estado sentados durante horas hasta que cayó la noche, mansamente, acaso sin prisa, como lo hacen en otoño las hojas de los plátanos. Largo tiempo hablaron de lo poco que ya quedaba por hablar. Ella tenía el rostro hinchado y enrojecidas las comisuras de la nariz. A él las venas de los ojos le ardían como teas de un fuego extinto.

—Bueno…— dijo él tras un suspiro—, vendré un día de estos a recoger mis cosas.

—Ven cuando quieras— respondió ella—. Sigue siendo tu casa.

Se miraron entonces, contemplaron cómo la sombra de la derrota se adueñaba indiscriminadamente de sus miradas. Quisieron añadir algo más pero fue inútil. No había palabras. Apenas quedaba ya alguna que resultase de utilidad.

—Bueno…— repitió él, sorbiendo la nariz—, debo irme. Se hace tarde.

Cuando atravesaba el pasillo en dirección a la puerta, Urz se cruzó en su camino. El pequeño gato de piel canela que había encontrado guarecido bajo su coche una fría noche del invierno pasado se desplomó ante él, maullando insistentemente mientras con las uñas jugaba a atrapar los cordones de su zapato.

Él se detuvo y lo asió en brazos. Urz siguió maullando mientras buscaba acariciar su cabeza contra la de él.

—Te voy a echar de menos— musitó—. Te voy a echar mucho de menos, viejo.

Entretanto llegó ella por detrás y, mientras le pasaba las manos por la cintura hasta abrazarle el abdomen y acariciar con las yemas el cuello afelpado del animal, dijo:

—No dudes que nosotros a ti también.

Entonces pasó algo. Algo confuso o etéreo pero que a la vez podía palparse. Una sensación como de júbilo y a la vez de fracaso; electrizante, trémula, abrasadora. Algo para lo que todavía no se han inventado las palabras exactas, y que duró hasta que el animal tensó las patas sobre el regazo de él y de un impulsó descendió al suelo, adentrándose sibilinamente en la oscura profundidad de la casa.

Fue como un hachazo sordo sobre una mesa de madera. Sólo que en vez de dejarlos allí clavados, los separó tan aprisa como el animal había saltado hasta desaparecer de su vista.

Entonces, sin mediar palabra, él abrió la puerta y se marchó.

7/8/10

ATISBOS

Desde hace varios días,
intensos dolores de espalda
me han postrado a la condición
de un gasterópodo gymnomorpho,
me impiden dormir, cualquier
amago de lectura prolongada,
mucho menos sentarme
frente a la pantalla y redactar.
Me administro analgésicos con opioides
y raciones alarmantes de diazepán
cinco miligramos
mañana, tarde y noche,
y a pesar del batiburrillo
los dolores siguen incólumes,
persistentes en su ofensiva,
amenazando mis defensas,
doblegando a martillazos mi paciencia.
Esto es
lo más cercano que he estado nunca
en estos treinta años
de cierto atisbo de senectud.
Y me he jurado hoy
a mí mismo,
sobre la blanca y macerada
humedad de las sábanas sudadas,
que será el último.

5/8/10

AUTOS DE FE

La gente pierde mucho tiempo hablando de la gente, opinando sobre la gente, juzgando a la gente. Es como si necesitaran esa amalgama gratuita de palabras para cubrir los vacíos que resquebrajan sus vidas. Y entonces cogen e inventan argumentos sacados de la nada sobre la tuya, la diseccionan, la vuelven del revés y la intentan hacer creíble a toda costa. Llegan al convencimiento que deviene de creerse sus propias fabulaciones y acaban por sentenciar —birrete en ristre— esto y aquello y lo demás allá, sin importarles lo más mínimo las consecuencias que la halitosis del pozo de mierda que se abre tras su boca pueda tener en los objetos de su aversión. Es como si criminalizaran inquisitoriamente tu vida, ataran tu honra sobre una pira y tras abofeteártela a mano abierta le dieran lumbre con un chisquero.

Conozco personas así y me consta que a ti te pasa lo mismo. De algunas ya me he desprendido. De otras, el esfuerzo que me supondría sería inútil y desde luego desproporcionado con respecto a la importancia que les concedo. De modo que mejor los dejo allí, sobre su púlpito de barato adoctrinamiento, que sigan expeliendo mierda por la boca mientras sus vidas agonizan en una lenta pero implacable efervescencia. Porque ni ganas tengo de odiarlos, ya que eso siempre me lo reservo a los mejores, a los más talentosos. A estos no les deseo ni la justicia de un palo por el culo, no vaya a ser que para colmo les guste.

4/8/10

SOSPECHAS

Te quise sin elección posible,
terco e insensato yo,
como sólo saben querer las bestias
hambrientas.
Te quise así, de este modo, de esta manera que
acaso
ya no recuerde
aunque lo que vino después fuera también quererte
pero a secas, fuera quererte
cansado, con inercia,
fuera quererte sospechando que aún te quería.
Te quise así, o eso creo.
Ahora es tu nombre lo único que aún retengo.
Marta era,
o eso creo.

30/6/10

DIÁLOGOS IMPOSIBLES VII

(lejos, muy lejos)


—Adiós.
— ¿Te vas? ¿A dónde?
—Lejos, muy lejos. A un lugar tan apartado donde un sólo paso más…
— ¿Qué?
—…ya signifique estar más cerca.

17/6/10

CUANDO EL MUNDO ARDE ALLÍ AFUERA

Una vez, hace ya algunos años, mi amigo Pradas, en un momento de mi vida especialmente complicado, me dijo:

—Para estar solo, antes hay que saber estarlo.

Recuerdo que eso me lo dijo cuando yo vivía en El Escorial, una mañana soleada de primeros de junio mientras Alicia, su mujer, terminaba de preparar un delicioso plato que mi memoria ya no recuerda.

—Y para saber estarlo— añadió—, primero es indispensable haberla padecido.

Se refería a la soledad, claro. A su versión más aplastante, corrosiva y demoledora.

Entonces yo no era más que el despojo de una persona, una sombra desteñida por los días grises de un invierno frío y de una primavera de flores mustias y enterradas en vida. Esa maldita ciudad casi acaba conmigo. De hecho una parte importante de mi vida murió allí, entre los austeros muros de granito y la bruma sempiterna que baja de la ladera sur del Monte Abantos.

Apenas un mes después de aquella conversación recogí mis pertenecías del zulo donde vivía, las embalé en cajas de cartón, las puse en el maletero del Kia, metí primera y me largué de allí sin echar la vista al retrovisor y adonde no creo que regrese mientras el halo de ese turbulento pasado no se difumine definitivamente. Todavía conservo varias cosas de aquella etapa, de aquel frío y diminuto ático. Algunas reliquias y viejos tesoros como un plato hondo para ensaladas en cuyo fondo hay dibujado dos rosas rojas, algunos libros, una reproducción del Guernica que hallé junto a los contenedores de la basura y un gato negro al que puse por nombre Sombra. El resto se quedó allí. Incluido el viejo Pradas y su mujer Alicia, de quienes no he vuelto a tener noticias desde entonces.

Supongo que la vida es un poco eso: tomar conciencia de lo perecedero de las cosas y disfrutarlas como si no hubiese un mañana, como si cada minuto fuera el último ya que nadie puede asegurarnos que no lo sea. Eso lo aprendí con creces. Y me gusta pensar que la lección no llegó tarde, sino en el momento y del modo en que tuvo que hacerlo. Haber esperado algo diferente hubiera significado lo mismo que no aprender nada en absoluto, y yo aprendí —o mejor dicho: comprendí— bastante más de lo que entonces llegué a sospechar. Comprendí, por ejemplo, que la soledad es una bestia que bien domada puede llegar a ser útil. Más que útil; necesaria, inevitable, básica.

Después de aquella huída, me pasé un año entero revolcándome en la miseria más febril y tumefacta que logro recordar. Hasta que otra llamada de teléfono sonó y lo cambió todo. Entonces cogí los pedazos que de mi vida quedaban embalados en esas cajas de cartón y los metí en una nueva casa, ésta desde la que tecleo ahora mismo mientras Sombra juguetea por el pasillo con ese otro tesoro que la vida cruzó en mi camino y al que llamé Kenia.

—Estar solo— me rezo en letanía—. Estar solo el mayor tiempo posible…

Pues el retiro es mi aliado: un caballo que come de mi mano y duerme a la sombra de mi envergadura, una madre empática que me abraza cuando entro por la puerta, un refugio al que acudo cuando el mundo arde allí afuera. He aprendido a estar solo, y eso es algo que a base de repetirlo y repetirlo hago muy bien. Y eso a pesar de que las circunstancias de mi vida me obligan a pasar buena parte del día rodeado de gente. Acaparo su atención, la conduzco en la dirección que mi inteligencia y mi saber hacer entienden por acertada aunque no siempre se consiga, pues uno, por más que se empeñe, nunca llegará a ser infalible. Por eso, cuando llego a casa, los muros que la encierran se convierten, a fuerza de desapego, en fortalezas casi inexpugnables. Y eso hay gente que no lo entiende, que no lo entendieron y por ello se han difuminado como un pedo en el ambiente.

Una vez leí en un libro una frase que por acertada me cinceló la memoria: soy así porque no puedo ser de ninguna otra manera; soy así porque ése soy yo. No tengo remordimientos. Pesan demasiado en los bolsillos como para llevarlos a todas partes y yo ya tengo suficiente con esta chistera de mago que gasto por cabeza. He conquistado el único mundo que me pertenece y volver atrás sería peor que capitular. Jamás. Las personas que bien me quieren saben que yo hablo por medio de mis silencios…

… y aquí llega uno. Es para ti, amigo Pradas. Junto a este poema que entonces escribí y que tal vez mienta. Gracias a ti.

Donde quiera que estés: te lo debo.



SAN LORENZO DEL ESCORIAL


Veo anochecer
como hace unas horas vi amanecer
al volante de mi coche.
La misma carretera de siempre,
el mismo camino
día tras día.

Y no es eso
precisamente
lo que me está destruyendo,
sino saber que no existe nadie
en esta ciudad
que sea capaz de pronunciar mi nombre.

13/6/10

LATERALIDAD

Supongo que si fuera musulmán
escribiría con la mano izquierda

8/6/10

PEQUEÑA FLEXIÓN EN CLAVE DE RE (nadie, ni yo mismo)

Creo que siempre me he empeñado en buscar la felicidad en los lugares equivocados:

en el fondo de una botella de ginebra, entre las páginas de un libro, en el vientre de un tugurio atestado de gente, en el más absoluto y cautivador ostracismo,

y siempre, como en una suerte de burda magia negra,

ella —la felicidad—

acaba escapándoseme de las manos como el agua que mi mano recoge de un río, o como la línea del horizonte, materia posible que siempre está ahí y mis ojos pueden ver, hasta que me aproximo y el espejismo se desvanece para reaparecer más allá, donde mis manos no alcancen.

La felicidad es un intercambio recíproco de emociones, un contrato que estableces tú con el mundo, un trueque maravilloso…

Hoy he sido feliz,

y lo que es más: quiero creer que así ha sido.

Y nadie —ni yo mismo— podrá arrebatármelo jamás.

5/6/10

OTRAS VECES, MUCHAS

Como un viejo edificio dinamitado
a veces
se me echan encima los recuerdos
y pienso en aquellos instantes que dije:
—te quiero
queriendo decir en realidad: —ven, maldita,
de una maldita vez
conmigo
a la cama
y dale tregua y solaz a este cuerpo flaco,
a esta enferma cabeza siempre en guerra.

A veces,
como quien no quiere la cosa, tu voz
regresa en cadencias inesperadas, emana
de cosas tan insulsas
como un pedazo de papel garabateado que se encuentra
por casualidad
en un cajón cerrado hace ya mucho tiempo,
o un aroma que súbitamente se respira
al cruzar la calle,
o el timbre de un teléfono que delata
con insidia
que no será ella —tu voz— quien pregunte al otro lado:
—¿cómo estás? Te echo de menos.

A veces siento que podría amarte con todo mi odio
si mi odio fuese
tan sólo
una mínima parte del amor que te tengo.
Me conforta, en cambio, saberte feliz
y extraña,
y que cada minuto que paso a tu lado
sea
como un cielo limpio de nubes y de culpa, aunque
otras veces, muchas,
no entienda que sea tu ausencia
precisamente
lo que te haga tan real.

1/6/10

AGUA

No quererte es difícil.
Más aún
si tus ojos —cuando lloran—
son capaces de fabricar agua,
si me acostumbras a verte llegar
blandiendo por bandera
el talento de domar mis miedos.
Cómo hacerlo,
si con sólo un gesto destruyes la
incierta, obstinada, lacerante
certeza del mundo,
si tus labios son el cauce
donde abreva mi esperanza
—esa maldita zorra fugitiva.
Dime: cómo hacerlo,
cómo desprender los frutos
del árbol donde crece la vida
y la calma se devana como
brisa fresca, como el manso rescoldo
de un fuego aterciopelado, sin sentirlo
ni llorarlo también.
Dime: ¿sabrás hacerlo, hallarás
las palabras precisas que arañen
la única certeza por la que aún no sangro?
Porque no quererte es difícil,
pero odiarte aún lo es mucho más
si llegas —como ahora— dispuesta
a contenerme entre tus brazos,
desarmándome las palabras
y vengándote así de ellas.
Dime…

28/5/10

PEQUEÑA FLEXIÓN EN CLAVE DE RE (nomenclaturas)

El Estado me reclama 1.600 euros en concepto de persona física, y a eso lo llaman Honradez Ciudadana.

El Estado me reclama 300 euros en concepto de multa gubernativa por tenencia ilícita de sustancias prohibidas (más 60 euros por recargo del apremio ordinario), y a eso lo llaman Jurisprudencia Aplicada.

El Estado me exige que pague religiosamente impuestos al alza para sufragar una más que anunciada bancarrota nacional, y a eso lo llaman Democracia.

El Estado me reclama todo esto mientras espera —gorra de visera en ristre— a que acuda a colmar el insaciable apetito de sus burócratas de chaqueta, corbata y halitosis;

mientras ignora que mi pregunta no es otra que

dónde diablos se meten esos que ponen bombas…,

puesto que a eso, por supuesto, lo tendrían que llamar Violencia.

25/5/10

PEQUEÑA FLEXIÓN EN CLAVE DE RE (las preguntas equivocadas)

Intelectualizar la vida es como lanzarse de cabeza contra un muro de hormigón armado: no sirve de nada; es un suicidio, una pérdida de tiempo.

La vida hay que vivirla simple e insultantemente.

Esto es una arenga que me repito cada mañana entre sorbo y sorbo del primer café, porque temo caer en esa trampa, no despertar nunca de esa pesadilla que me ata de pies y manos.

Pero mi vida es un jodido oxímoron, una reglada contradicción en términos, ya que cuando llega la tarde y me siento frente a la pantalla y me pongo a darle duro a las teclas, lo que al cabo sale no es otra cosa que una cagada, una inmensa y apestosa cagada detrás de otra.

¡Yo sólo quiero vivir!,

y no debería necesitar saber los porqués

sino los malditos cómos.

23/5/10

PEQUEÑA FLEXIÓN EN CLAVE DE RE (lágrimas)

Ángel González, poco antes de morirse, escribió lo siguiente:
Lo que queda
—tan poco ya—

sería suficiente

si durase.
Cada vez que lo leo, se me saltan las lágrimas.

Hoy tampoco ha sido una excepción.

21/5/10

EL HORROR

A veces
el silencio me asusta
y corro hasta la mesa del televisor
y lo enciendo.
Luego, cuando escucho
lo que el mundo tiene que decirme,
el miedo se aplaca,
se esfuma lentamente, enmudece
como en sordina,
y es el horror lo que brota,
afilado y siniestro,
cimbreando su avaricia
como en una terrible pesadilla.

20/5/10

TODO EL TIEMPO DEL MUNDO

Quisimos ser felices
pero nos conformamos
con amarnos,
ese juego injusto
que siempre gana el destino.

Ahora sólo queda el recuerdo
de lo que pudo haber sido

y todo el tiempo del mundo
para olvidarlo.

18/5/10

PEQUEÑA FLEXIÓN EN CLAVE DE RE (la duda)

Siempre he creído firmemente que el arte es la mejor expresión de la vida que le ha tocado vivir al artista; algo así como el negativo de una fotografía introspectiva.

Esta misma tarde, mientras corregía unos exámenes sobre el Románico y el Gótico, la duda me ha asaltado como en una emboscada:

si esto cierto, si en verdad el artista lo que hace no es otra cosa que canalizar la realidad según su inteligencia, los sentidos y el ánimo le dan buenamente a entender; entonces, me pregunto yo, si lo que hago es en verdad arte y, sobre todo, de ser cierto, si no sería mejor descerrajarme un tiro en la sien,

porque manda cojones…

16/5/10

DIÁLOGOS IMPOSIBLES VI

(averiguaciones)


—No sabía que fueras poeta.
—Porque no lo soy.
—Pero escribes poemas…
—Exacto. Escribo poemas pero no soy poeta.
—Qué tontería, ¿no es lo mismo?
—Para mí no.
—En cualquier caso, me gustan.
—Gracias, aunque en realidad no los escribo yo.
—Ah, no… ¿y entones de quién son?
—Samsa.
—¿Quién es Samsa?
—No lo sé. Eso es precisamente lo que estoy intentando averiguar.

15/5/10

EL OFICIO DE ENSEÑAR

Trabajé en una ebanistería lijando muebles para una conocida firma de establecimientos de ropa, luego probé suerte en el campo como jornalero, monté escenarios musicales y macrocentros comerciales, fui negro en la universidad redactando artículos de crítica literaria feministas por los que sus no autoras lograron fama y reconocimiento, y repartí comida italiana a domicilio hasta que finalmente di con mis huesos en un restaurante de carretera donde eché el bofe doce horas diarias sirviendo mesas a empresarios y diputados. Entre medias me dio tiempo a abandonar una vida y una ciudad y más tarde regresar por los despojos que mi huida había dejado. Hasta que una buena mañana sonó el teléfono y una voz al otro lado me preguntó si quería dar clases de historia. Le dije que sí. Una semana más tarde me vi metido en un aula frente a una cuadrilla de estudiantes de la universidad de Georgia, Estados Unidos. Les empecé a hablar y aquello les gustó y a mí también. Y todo cambió o se enderezó, quién sabe.

Desde entonces no he hecho otra cosa. Y no creo que haya pasado demasiado tiempo, aunque sí el suficiente como para saber que ahora difícilmente podría desempeñar cualquier otra actividad. Porque amo mi trabajo por encima de la mayoría de las cosas. Lo venero en la medida en que me reporta satisfacciones de una plenitud que yo calificaría de poderosa. Entrar en el aula y soltar el discurso y luego marcharme por la puerta con la sensación del deber bien cumplido, eso no hay quien lo pague. Es como un pelotazo de una droga simpática y dócil y que me cincela una sonrisa en el rostro que habrá de durarme hasta que el día anochezca. Desde luego, soy un tipo afortunado. Pero es sabido que no basta con amar las cosas, además hay que creer en ellas, y yo hace tiempo que dejé de creer en la enseñanza. Me explico.

La rutina es un cáncer que devasta la ilusión por las cosas, te habitúa a ellas, las normaliza. Pasa con todo en la vida, más todavía con el trabajo. Perder la perspectiva de lo que sucede en el aula cuando un profesor cierra la puerta tras de sí y da comienzo ese particular microuniverso del que él participa, es, a mi modo de ver las cosas, el peor error que un docente puede cometer. Y no es que sea mi caso. Ya he dejado entrever antes que disfruto cada minuto que paso allí dentro, en compañía de esas misteriosas criaturas que una vez fuimos todos aunque ya no lo recordemos. Sé que en un futuro tendré tiempo para preocuparme por ello, aunque de momento mi inquietud visita otros derroteros. Porque no se trata de que me haya institucionalizado en la mecánica del ejercicio, ni de que me haya doblegado a sus exigencias, ni mucho menos que la rutina haya acabado por sentenciar ese amor prístino. El problema radica precisamente en la emoción que me reporta.

La ilusión, como etimológicamente advierte el diccionario, es la invención de una realidad inspirada por la imaginación y el equívoco de los sentidos, lo que en el caso que me ocupa transforma dos evidencias aparentemente equivalentes en dos construcciones que enfilan direcciones diferentes. Una es lo que yo creo que pasa cuando estoy en el aula enhebrando las palabras en el discurso; la otra lo que en verdad está pasando allí dentro. Es imposible aspirar a una enseñanza objetiva pues ésta no es una ciencia por mucho que insista en afirmar lo contrario la pedagogía. En ella intervienen demasiadas variables como para pretender categorizar todos los posibles. Sería una estupidez entre otras cosas porque el talento nunca podrá medirse en términos matemáticos. Ni el talento, ni la asertividad ni tampoco la idoneidad del espacio donde el ejercicio de la docencia tiene lugar. Categorizarlo todo sería como pretender levantar la torre de babel sobre los cimientos de una casa de muñecas. Cada día que pasa, los alumnos se encuentran con un diferente profesor aunque ellos no lo adviertan, ni siquiera el propio profesor. El ánimo, la voluntad, incluso la ilusión de la que antes hablaba, cambia en unos y en otros. Soy una persona diferente cada mañana que salgo de la cama y me calzo las zapatillas. La emoción que pueda o no transmitir también es diferente y eso no lo elijo yo, responde a mi vida, a los acontecimientos que la construyen, a mis circunstancias cambiantes en último término. No soy libre de decidir lo que digo en la medida en que me esclavizan los acontecimientos que me catapultan a ser lo que soy.

Al margen de estas anotaciones quisiera profundizar en el aspecto político que entraña la educación. Es sabido que una de las primeras modificaciones legales cuando un país encara un cambio político, sea una transformación de régimen o simplemente la alternancia ideológica en el cambio de las legislaturas, atiende a la metodología y la praxis educativa. Es algo normal hasta cierto punto en cuanto que la enseñanza vertebra el pensamiento. En ese momento a un docente se le abre un nuevo mundo que explorar y al cual acostumbrarse hasta que el aire cambie de dirección y se repita el proceso y el puzle tenga que ser de nuevo montado. Llegados a ese punto en la inflexión, comienza lo que yo llamaría el espectáculo de los balones fuera: la responsabilidad del acierto y los fracasos de esa nueva dimensión se extrapola y se hace ajena, como si el hecho de ejercitar la docencia fuera lo mismo que estar en una cadena taylorista de montaje de cerebros cuya maquinaria se ha transformado con el cambio en la dirección de la empresa. Nuestro oficio es un oficio intelectual y para nada mecánico, y en consecuencia hacemos más política de la que quisiéramos sospechar. He llegado a la conciencia de que cuando me meto en un aula y el guión se desenvuelve, lo que en verdad hago es teorizar sobre el objeto del que estoy hablando. En mi caso concreto esta verdad es mucho más palpable en cuanto que me gano la vida descifrando los vericuetos de la Historia y, como he tenido ocasión de comprobar en mis propias carnes, me rijo enteramente por una praxis intelectual abiertamente materialista. Esa es mi concepción de la Historia, la que elijo y doy forma a medida que el tiempo pasa y continuo reciclándome. Mi imaginería concede espacio a otras aproximaciones pero finalmente lo que prima es siempre eso: una concepción materialista de la historia y la cultura. Si eso no es política, que baje dios y lo vea. Y claro, eso atenta a la máxima según la cual la educación no es otra cosa que mostrar caminos. Porque yo caminos, lo que se dice caminos, sólo soy capaz de enseñar los que previamente he deambulado. Cualquier otra cosa me resultaría falsa y aberrante. Y no tendría que ser así, puesto que las personas que me escuchan cuando me yiergo en el discurso son como esponjas que van empapándose a medida que la humedad crece. Ellos podrán negar lo que diga, incluso repudiar aquello que me oigan decir, pero el poso de su inconsciencia está abierto y por aquella ínfima ranura se cuela el légamo de mis palabras, que tal vez hoy no, pero sé que mañana darán cobijo a la simiente de lo que serán. Y no tengo por menos que maldecirme por ello, porque no debería ser así. Pero no conozco otra forma y por ello reniego al descubrirme como un político con el disfraz de un profesor.

Todo esto me impide creer en lo que hago. En amarlo sí, pero en creerlo no. Puede que sea difícil de entender, a mi desde luego me lo parece. Por eso supongo que lo escribo, para asentar mis pensamientos en la página y luego arrancarme de mi mismo y contemplarlos, y quizá hasta encontrarlos cierta lógica. Otra cosa bien distinta es que me agrade lo que vea. A lo mejor no es tarde para cambiar de aires y volver a servir mesas y montar escenarios o quizá dedicarme a escribir cosas como éstas y venderlas para que otros obtengan la fama y el reconocimiento, si es que alguien decide encontrarle algún valor a esta abnegada tristeza en que me apoyo para coger aire y seguir, después de todo, hacia adelante.

13/5/10

HOY TAMPOCO

Acerco la ánima a mi sien
y poso la yema sobre el gatillo

dejo que el silencio cobre su magnitud
mientras me concedo
una última bocanada de aire

Pienso entonces en mi madre
—húmedos sus ojos,
incrédulos,
ya enfermos—
justo cuando el dedo cae…

pero hoy tampoco
las palabras exactas
amartillarán el poema.

6/5/10

LA RAMERA DE BABILONIA

Lo mejor de ti viene cuando callas,
cuando te alejas del cuarto
y cierras la puerta tras de ti,
borracha de inquina y reproches,
con la chaveta rebosando venganzas
y tiendas de Armani y Louis Vuitton.
(Y es que no entendí nunca esa tristeza
tuya, tan cara…)
Lo mejor de ti
llega con el rumor de tus tacones
atravesando el pasillo
en veloces zancadas hacia la calle,
y escucho las poleas del ascensor
mientras un eco esquivo ahoga tus palabras
en un charco de silencios y légamo sucio…
Y es que amarte nunca resultó fácil.
Por eso, supongo, me aventuré.
Y no por nada, encanto, pero quererte
ahora
me está costando la vida
y también la cartera.

3/5/10

MI NOMBRE ES SAMSA

Nuestras miradas están cansadas
de ver agua en donde ardimos.
Pero no olvides nunca
que mi nombre es Samsa
y que yo maté al hijo que nunca tuviste.
Has de saberlo.
Y ahora regresa, viejo amor,
y tráeme la venganza
que mi odio y mis poemas necesitan.

26/4/10

DÓNDE QUEDO YO

No sé si es el mundo el que está cambiando o soy yo, o incluso puede que seamos los dos pero algo, sin duda, está cambiando. Lo noto en ciertas cosas. La mayoría aparentemente superfluas e insignificantes a las que, no obstante, mi cerebro no se resiste a sacar lecturas en modo alguno tan sencillas como la aparente gratuidad de las formas que adoptan. Vivimos en un mundo en que el poder de los símbolos está a la orden del día. Ellos ejercen sobre nosotros un dominio tan intrincado en nuestra naturaleza que por ello mismo pasan inadvertidos. Hemos asumido esos patrones como si fueran nuestros, producto de nuestra libre elección, fruto de la voluntad independiente del hombre. Ellos vertebran la identidad que somos y de la cual respondemos. Pero yo creo que todo es mucho más complejo y engañoso. Tengo claro que lo que yo soy es lo que yo y el micromundo que me rodea hemos asumido y consentido que me pertenece. En el momento en que yo decida traspasar esa barrera invisible cometería la mayor de las infidelidades, violaría los límites de mi rol y me convertiría, en último término, en un ser potencial y socialmente peligroso. Una amenaza, vaya. Algo que debe ser neutralizado o por el contrario institucionalizado antes de que la agresión abra nuevas grietas. Llevo tiempo pensando estas cosas; tanto como uso de razón tengo. Por eso nunca me he creído del todo la demagógica palabrería de los no pocos movimientos de respuesta “antisistema” que salpican la actualidad de este recién estrenado siglo XXI. Me recuerdan al Milenarismo que en torno al año 1000 anunciaba la inminente destrucción de la tierra y el regreso de Cristo Redentor para salvar al hombre justo de los desmanes cometidos por una humanidad domeñada por el Maligno. Con la diferencia de que ahora ya no hay Cristos ni Diablos que valgan. Sólo un puñado de profanos advenedizos respaldados por las correspondientes hordas de acólitos incapaces de encontrar un sentido a sus vidas que no sea repetir hasta el aburrimiento conductas que no les son propias. Seguimos siendo tan ignorantes como hace un milenio. Seguimos esclavizados por el fantasma de nuestra propia libertad, cuando en realidad la única manera de ser libres pasa por renunciar incondicionalmente a nosotros mismos: la única manera que tengo de ser libre es dejar de ser yo. Lo que implica un ejercicio de constante reciclaje de una naturaleza lo suficientemente contradictoria como para desmentir aquello que he dicho apenas un minuto antes. Una jodida locura si te paras a pensarlo. Pero es que hacerse fuerte en un planteamiento, sea el que sea, sea el vegetarianismo o la anarquía o el budismo o la violencia o el corporativismo o la política o el yoga o el fútbol o el regazo de la madre que te parió es, a fin de cuentas, capitular. Es consentirte el capricho de decir basta, con esto me quedo y con ello hasta el infinito. No me jodas: me niego a creer que seamos tan simples. Si en algo nos diferenciamos del resto de especies es por la dádiva de una supuesta inteligencia y, como todo el mundo sabe, la inteligencia no es otra cosa que la facultad para salvar obstáculos y solucionar problemas. Deberíamos darnos cuenta entonces de que el mayor problema, o quizá el único, somos nosotros mismos y que fuera de eso no hay nada, absolutamente nada, sólo la palabrería altanera de quien carece del talento suficiente para mirarse el ombligo y advertir que sólo es eso, un ombligo como otro cualquiera. Me río yo del sistema y los antisistema. Vaya circo que se han montado unos con otros. Más falso todo que una moneda de tres euros. Y en cuanto a la evidente y obligada pregunta que puedas hacerme: dónde quedo yo. Qué quieres que te diga, no creo que deje de ser un pobre hombre más, absorto en este tipo de estupideces que lo que hacen es entretenerme como a otros el fútbol, el yoga, el vegetarianismo, la política, el corporativismo, la violencia o la madre que lo parió mientras este planeta estornuda bocanadas de nubes tóxicas y ceniza que paralizan un mundo que por ridículo merece ser disecado y expuesto cuanto antes en el museo de los horrores.

22/4/10

DIÁLOGOS IMPOSIBLES V

(cerillas)


—¿tienes fuego?
—no fumo.
—yo tampoco.
—¿entonces?
—nada…, que me apetecía prenderle fuego a este planeta.

14/4/10

EL BARDO

Él se quejaba.
No puedo con los poetas que van de poetas,
decía,
que visten y hablan como poetas
y son incapaces de escribir un puto poema
en condiciones…

Años más tarde, lo volví a ver.
Llevaba un sombrero ladeado
que le arqueaba una melena lacia y sucia,
una americana azul oscuro
sobre unos tejanos raídos y un par de zapatos
por los que asomaba la punta del calcetín sudado.
En la mano llevaba una copa de ginebra
que él hubiera preferido de garrafón.
Le recitaba no sé qué ostias del amor a una adolescente
con las bragas probablemente también sudadas,
y también es probable que al final acabase tirándosela;
esas cosas pasan.
Debió de ganar un premio. Uno gordo,
de ésos que te untan la cartera
y lo que no es la cartera.
Acudió a charlas y recitales donde peroraba sobre el sentido
y sinsentido
de la palabra escrita,
sobre las tergiversaciones del lenguaje poético
y las jaulas de la verdad apenas entredicha…,
hasta que una buena noche el frío y las mixturas —esta vez, sí
de garrafón—, se lo llevaron al Parnaso
en donde yace desde entonces
con nombre y apellidos escritos en mayúscula.
Dicen que se suicidó.
Yo, en cambio, sé que fue la poesía,
ésa que ahoga de palabras las palabras,
la culpable,
cuando le entró en vena y se lo creyó
como un síndrome de inmunodeficiencia adquirida.

13/4/10

MONTÁNDOME HISTORIAS

Siempre tuve mucha imaginación. Recuerdo que cuando era un crío me grapaba frente al televisor delante de una de esas películas de indios y vaqueros que pasaban durante la sobremesa. Nunca llegaba a acabarlas. Me encerraba antes en mi cuarto y allí montaba mis propias películas. Canibalizaba lo que había estado observando en la pantalla y diseñaba el guión que a mí más me apetecía, casi siempre improvisando sobre la marcha. A veces era el indio; el vaquero otras. O me ponía mi traje del Real Madrid con el número tres de Tendillo a la espalda y pasaba horas dándole patadas a una bola de plástico hasta que a mi padre se le hinchaban las pelotas y entraba y me sacudía un par de hostias. Me encantaba el futbol. A mi padre no tanto. Supongo que porque siempre sintió debilidad por el Atlético de Madrid. Ésa debió ser mi primera respuesta frente al sistema. La primera y más bien la última. El caso es que tenía mucha imaginación y necesitaba hallar algún mecanismo que la canalizara así que me pasaba el día pegando tiros o dando balonazos o jugando con mi boomerang de plástico simulando que me encontraba sobre los pedales de una bicicleta en plena ascensión al Tourmalet. En mi imaginería yo era un triunfador: ¡la joven promesa del deporte nacional sobrepasa la barrera de lo imposible! Era el máximo goleador, el mejor portero, un escalador todoterreno capaz de ridiculizar al mismísimo Eddy Merckx. Ahora, con el insoslayable paso del tiempo, comprendo el significado que tenía aquello. Necesitaba un refuerzo positivo; sentirme valorado; creerme alguien más allá del triste crío que era. Y comoquiera que nunca nadie me lo ofreció tuve que arreglármelas de aquella manera: montándome historias.

Luego pasó el tiempo y crecí pero la cosa no cambió mucho. Seguía jugando encerrado en la soledad de mi cuarto. A veces mi padre abría la puerta por sorpresa y me pillaba embarrado en algún ardid del juego. Yo sentía una vergüenza infinita. Una vergüenza que se acentuaba al ver la mirada que él me arrojaba. Era como si tuviese enfrente a un retrasado mental al que le costase reconocer como hijo. Decía algo y luego cerraba la puerta. Yo me quedaba pensativo durante unos minutos y al cabo volvía con la historia según la había dejado antes de la interrupción, fuese una batalla del séptimo de caballería en las estribaciones del cañón del Colorado o el desembarco en las playas de Normandía por un comando de Rangers escoceses o la final de la copa del mundo entre quien se hallaba un delantero de afilada y mordaz puntería.

Volvió a pasar el tiempo y a mis prácticas lúdicas se añadieron otras. Me sentaba a escribir, por ejemplo, historias de contiendas imposibles de las que sólo salían con vida un puñado de héroes tras el calvario de un infierno en vida. Eran historias tremendamente caústicas y violentas e impropias para un niño de aquella edad. Mis padres me llevaron al psicólogo entonces. Allí el viejo tuvo ocasión de comprobar que no era precisamente un retrasado mental, cosa que creo le jodió bastante. Escribía esas historias y a veces las llevaba a la práctica con alguna de las pistolas y ametralladoras de palo de las que me pertrechaba y que yo mismo fabricaba con útiles varios.

Luego me cansé. Era como si de repente me hubiera hecho mayor. No jugaba, no escribía, no veía el futbol ni el ciclismo. El aburrimiento me entró como le entra a una adolescente su primera regla. Me dejó postrado como un mueble viejo al que ya no se le encuentra ninguna utilidad. Hasta que descubrí la masturbación, eso sí. ¡Madre de dios! Casi muero de un paro cardíaco la mañana que escupí aquello. Era como si el alma y la vida se me estuvieran escapando por la punta del pito. Luego, más calmado, cuando comprendí lo que en verdad pasaba, salí de la cama y fui a la cocina. Allí estaba mi madre. Me acerqué a ella y le dije: mira mamá, señalando la entrepierna encharcada del pijama, acabo de eyacular. Entonces a la que casi le da un vuelco al corazón es a ella. Pobre. Inconscientemente siempre he actuado así con ella: de sobresalto en sobresalto. Lo que ha llorado la pobre. Pero el caso es que eso de hacerse pajas era una maravilla además de una nueva manera de canalizar todo ese torrente imaginativo que desde crío tuve. Y encima ahora con suplementos añadidos. ¡Qué maravilla! Fue una fiebre onanística. Me follaba a quién quería, cómo quería y dónde quería. Me montaba guiones imposibles donde acababa haciendo todo tipo de tropelías a todo tipo de hembras dóciles a mis deseos. Qué maravilla cuando uno descubre los pequeños placeres de la vida, ¿verdad?

Pero vino la pubertad y me pasó por encima como un camión de dos ejes. La época más difícil de mi vida, sin duda. Lo único que me salvaba eran las historias de Tintín. Ese cabrón de Hergé sabía lo que contaba. La pena es que quise convertirme en el intrépido Tintín pero acabé siendo el capitán Haddock. Y comencé a escribir, volví a darle a las palabras, a la imaginación; sólo que ahora ya no eran historias de odiseas malditas, ni orgías quiméricas en el asiento de atrás de algún coche. No; ya no eran esas historias. Me dio por escribir poemas. Todavía recuerdo el comienzo del primero que escribí: Vivo / sobre inútiles pértigas de alcohol / y ofrezco dientes / como animal peregrino / frente a la luz resquebrajada de la ventana… Volví al psicólogo, obviamente; pero esta vez por otros motivos que algún día quizá te cuente aquí. Porque esto de escribir en un blog es como prostituirse y no muy diferente a editar un libro o exponer un cuadro o actuar en una representación teatral. Es venderse en un ejercicio de onanismo voyeurístico. Algo que sin duda heredé de aquellos tiempos en los que jugaba en mi cuarto mientras mi padre maldecía desde la cocina para que dejase en paz aquella bola de plástico. Siempre tuve un infantilismo galopante; qué le vamos a hacer.

11/4/10

BÚSQUEDAS EQUIVOCADAS

Tú querías saber,
por eso buscabas respuestas.
Pero no ésa.
Uno siempre persigue otros argumentos.
Otros juicios. Otras escusas.
Qué es el amor, dijiste.
Tener a alguien
que te quite los granos de la espalda..., respondí.
Y claro,
ésta tampoco te convenció.

10/4/10

PRIMAVERA

Tengo un reloj que marca las horas equivocadas
y una ventana abierta
por donde se destila el latir del mundo.
Veo cómo el calor parchea
rastros de nieve en la montaña,
cómo desnuda lentamente a las mujeres
igual que el amante de los otoños.
El brillo del cielo es un azulejo de iznik
aún joven y tenue y apenas sucio de pellejos blancos.
El tiempo pasa
pero sus horas no son equivocadas
mientras juego a hacerle el amor y la guerra a las palabras
mientras esta canica de agua y tierra sigue girando
como un derviche
enloquecido.

6/4/10

ES HORA

pienso que tal vez sea hora de escribir ese poema

uno
por el que tus ojos sangren cuando lo miren

uno
por el que pidas a Dios no haber existido nunca
en la diana de mi falo

uno que arranque
ahora y siempre
los barrotes a tu mirada

y tenderte esa trampa
fácil
por la que sé que caerás
como cayó el animal herido que fui
y al que debo estos versos que partirán
en dos
un amor que nunca creíste

pienso que tal vez sea hora de parirlo

y cercenar las costuras que me tejen a tu regazo
como un cordón umbilical
mientras tú mesas mi cabello
y me susurras:
tranquilo,
tranquilo pequeño, ten calma;
allí afuera hay un hombre
que ama mejor que tú

5/4/10

ISTIKLÂL CADDESI, ESTAMBUL, ABRIL DE 2010

La calle Istiklâl Caddesi es la arteria principal que parte diametralmente lo que antaño fue la ciudad genovesa popularmente conocida como La Pera, en la actual Estambul. Entonces era el enclave que los genoveses utilizaron como cabeza de puente para sus relaciones comerciales en un lugar privilegiado a medio camino entre Europa y Asia Menor. Más tarde, tras la decadencia genovesa, se convirtió en sede de numerosas embajadas y consulados. Hoy en día esta ocupación continúa, a lo que se ha añadido una fiebre modernizadora de cafés, franquicias comerciales, cines, escaparates de moda, restaurantes de comida rápida, alguna que otra librería de anticuario y pasajes que se abren en las callejuelas anexas y un sinfín de oficinas bancarias y de cambio. Istiklâl Caddesi es, sin lugar a duda, el icono por excelencia de la occidentalización de una de las ciudades que más Historia ha contemplado en todo este puñetero planeta. Antiguamente fue un barrio peligroso. A día de hoy, las principales firmas albergan su lujo y ostentosidad sin el menor temor a ser violentadas.

Tuve ocasión de pasear por ella el otro día. Su anchura y peatonalidad son generosas y, sin embargo, el volumen de paseantes es tal que achica la sensación que uno percibe de ella. Cuando la atraviesas, sobre todo en hora punta, debes sortear constantemente la marea desaforada de personas que comparten el pavimento contigo. Algo parecido a lo que sucede en otros lugares como la calle Preciados en Madrid, las Ramblas de Barcelona o el paseo de los Campos Elíseos en París. Agobiante, muy agobiante.

La otra tarde, de camino al encuentro con un amigo que llegaba ese mismo día a la ciudad y mientras remontaba la calle desde la torre Gálata en el extremo sur hasta la plaza Taksim en el extremo noreste, me tope con una manifestación del TKP (Partido Comunista Turco). La comitiva estaría formaba por 400 ó 500 participantes encabezada por una pancarta de mensaje conciso que obviamente no entendí y banderas rojas con las iniciales del partido y el habitual juego de oz y martillo en el extremo superior izquierdo.

Caminé junto a ellos un buen trecho, el suficiente para percibir la mecánica de su funcionamiento: hacia la mitad del pelotón, flanqueado por más banderas, había un tipo con un megáfono. Éste se lo llevaba a la boca intermitentemente y soltaba una arenga breve y admonitoria que acto seguido la vaharada de acompañantes repetía con entonación grave y ensordecedora en un ritmo de perfecta sincronía al más puro estilo comunista de vieja escuela. Luego, la arenga finalizaba y daba paso a una lluvia de aplausos que se interrumpía cuando el tipo del megáfono volvía a empuñarlo. El espectáculo era digno de ver. La cadencia que empleaba, perfectamente organizada hasta el detalle, me dejó los pelos como putas escarpias. Toda esa gente arropándose entre sí, desde la cuadrilla de jóvenes universitarias hasta el anciano solitario alzando el puño mientras vitoreaba pasando por todo tipo de generaciones intermedias repitiendo de una forma matemática los mismos gestos e idéntico mensaje, me dejó boquiabierto. Fue un espectáculo maravilloso que me sobrecogió como muy pocas veces me ha pasado.

Por lo visto Turquía es un país con una singladura muy particular que lo transforma en un polvorín de convulsiones políticas y religiosas, minorías oprimidas y una dura represión y censura de opiniones no oficialistas. El presente turco deambula por un terreno peligroso que yo denominaría baldío de identidades culturales enfrentadas, y eso lo convierte en un país interesante al borde de la eclosión social que, por otra parte, no creo que tarde mucho en ser sofocada por uno de los Estados más militarizados del mundo. La calle Istiklâl Caddesi y la marcha del partido comunista que pude ver el otro día es un símbolo de ello; quizá una metáfora. Banderas y cánticos revolucionarios rodeados de tiendas de Louis Vuitton y Starbucks Cafés. Una metáfora y una paradoja y un sinsentido.

En cualquier caso debo decir que disfruté el rato que paseé junto a ellos, junto a la marcha. Aunque si he de ser sincero lo hice con una sensación confusa a medio camino entre la envidia y la admiración. Admiración porque a pesar de todo todavía existen personas con la firme voluntad de querer cambiar las cosas y eso les dota del privilegio de un sentido y una identidad a su existencia por obsoleta y perdida que sea su causa. Envidia porque mientras remontaba la calle en su compañía tuve claro, como muy pocas veces también me ha sucedido, que yo jamás encontraré un sentido a mi vida, ni un credo, ni tan siquiera un motivo que logre compartir con nadie.

Eso me entristeció, así que seguí caminando hasta que encontré a mi amigo y lo recogí.

Luego, me alejé de allí.

21/3/10

LA LÍNEA DEL HORIZONTE


Estar en ese punto,
como al filo de una navaja,
en que uno no sabe muy bien
si ha pasado demasiado tiempo
para olvidar
o
por el contrario
demasiado poco
para no echar de menos.
En ese punto, digo,
justo donde el sol prende fuego
a la línea del horizonte.

20/3/10

NI CHIQUITO LO HUBIERA HECHO MEJOR...

Recientemente he tenido ocasión de escuchar los comentarios que un periodista de una conocida cadena radiofónica nacional hacía al respecto de otro comentario que días antes había hecho un colega suyo en la Radio Pública Venezolana. El tipo, el primero, manifestaba abiertamente una ufana indignación en cuanto a lo dicho por el segundo, el venezolano. La polémica giraba en torno a las declaraciones de este, que venían a decir algo así como que qué se puede esperar de un país, España, cuyo Rey es un alcohólico puesto a dedillo en la jefatura nacional del estado por un anciano dictador fascista en lugar de haber sido elegido democráticamente por las urnas. El periodista español, ni corto ni perezoso y en pleno directo en la retrasmisión de su programa que para mayor absurdez era un serial deportivo, coge y llama a la Radio Nacional Venezolana, y comoquiera que no logra contactar con el atrevido periodista se dedica a vacilar, con inquina sexual de por medio, a la recepcionista que amablemente le atendió al descolgar el teléfono. Dantesco, vaya. Todo un despliegue de castiza y depravada verborrea española sólo digna del peor chiste de Chiquito de la Calzada, y que de alguna manera viene a confirmar aquello que decía el voceras venezolano y al que por cierto no creo que tarde en caerle encima el peso de la corrupta legalidad española.

En cuanto a lo del Rey. Bueno, ese bastardo hijo de puta tiene suerte si una bomba le ventila para el otro barrio antes de que el hígado o la vesícula o el páncreas le revienten todos juntos en una traca final cuanto menos borbónica...; porque no creo, la verdad, que nadie haya dicho mentira alguna.

18/3/10

EL PRINCIPIO DE LA RECIPROCIDAD

A veces, cuando llego a casa después de trabajar, me siento aquí, frente a la pantalla, y me pongo a darle duro a las teclas. No lo hago por nada en especial. O bueno, sí. El procedimiento es el mismo que ir al baño o quitarse un grano o hacerse una paja o lavarse los dientes y la cara. Pura y desmedida rutina. Una catarsis fisio-psicoanalítica que me deja igual que un bebé recién sacado del agua. Con el tiempo he aprendido a sacarle utilidad a esto de poner una letra detrás de otra y luego darle al espacio, y así unas cuantas veces hasta que llega el punto y final y uno apaga y se marcha a otro lugar con la sensación de haber aplacado, al menos temporalmente, ese manojo de nervios, miedos, fobias y demás alteraciones nerviosas. Escribir es psicosomático. Aunque en realidad confieso que ni siquiera me gusta mucho. Me gusta, simplemente. Lo disfruto como quien huele un perfume que le agrada o saborea una comida cuando tiene hambre o paladea las primeras caladas de un cigarrillo después de algún tiempo sin sentir la caricia del benceno en sus pulmones. Pero en seguida me canso, como con todo, y paso a otra cosa. Soy un putero de las palabras: llego, me siento, pin-pan-pun, acabo y me marcho con la música a otra parte. No lo doy mayor importancia.

También escribo poemas, aunque aquí la cosa se complica. No es escribirlos, es parirlos. Y como todo el mundo sabe, especialmente vosotras, mujeres, parir es doloroso. Las palabras deben caer sobre la hoja con la mayor precisión posible, lo que ni mucho menos garantiza que se logre siempre. Se trata de expectorarlas, derramarlas sobre la página y luego, como quien mezcla los colores en la paleta de un pintor, otorgarles la forma que tu antojo prefiera. Un poquito aquí, otro poquito allá, añades esto, quitas esto otro, te alejas, miras la criatura con perspectiva, a contraluz, buscas los claroscuros, la dejas reposar, que macere unos minutos, quizá unas horas o unos días y al cabo vuelves, y si la cosa tiene el mismo brillo o incluso más le das el indulto y pasas a otra cosa. Puede parecer complicado y laborioso pero cuando consigues finalizar el proceso al menos una docena de veces lo asimilas de tal modo que ya no crees posible montártelo de otra manera.

En cuanto a lo que escribes, sea poesía o no, es lo de menos. Puedes dedicarle una loa a las pelotillas que te sacas del ombligo que si lo haces con gracia vale como lo que más. De hecho, cuanto mayor sea la insignificancia de lo que estás contando más exigente se pone el asunto y mayor el esfuerzo que debes desplegar. Porque esto de escribir poemas se parece también a un combate de boxeo que se rige por el Principio de la Reciprocidad: tú y la página en blanco, solos, mano a mano. Tanteas, te tantea, ves el momento y te lanzas; un derechazo que rompe su inmaculada desnudez y la sangre empieza a borbotear. Sólo que no es sangre sino palabras; tus palabras. Tu sangre traducida a un idioma legible que más tarde se hace costra, se asienta y endurece como el barniz después de haberlo pincelado. El Principio de la Reciprocidad. Sí. Me gusta; suena bien. Creo que lo voy a poner de título a esta cosa. Porque ya me he cansado y no se me ocurre más qué decir, o escribir, o lo que sea. El caso es que me voy, que me ha entrado hambre. Cierro. Adiós, adiós…

16/3/10

ODA

Tú,
hijo mío —nieve sucia
de mis entrañas—,
no cedas un palmo al amor
y odia
todos los odios
que a tu padre le fueron
prohibidos.

Hijo mío —escoria
derramada—
huye de quien te ofrezca verdades
que sólo existan en la farsa de unos labios,
y odia
porque sólo así serás
hijo mío.

15/3/10

SEGOVIA, 15 DE MARZO, 2010

Hoy, la ciudad está tomada por lecheras nacionales.
Cumbre Europea de Ministros,
o algo así.
Hay controles en cada esquina, en cada rotonda.
Tipos recios, uniformados de azul y negro,
blasonados en la solapa por banderas rojigualdas que no me dicen nada,
con recortadas colgadas bajo el hombro,
dispuestos a entregar su vida por el Amo.
Rostros curtidos por un sol
de parabrisas. Manos que se tienden solícitas a mi paso.
Hasta que una me da el alto y me detengo en la cuneta.
Yo no digo nada —con el tiempo
he aprendido a callar cuando conviene:
documentación, papeles del vehículo, salga afuera, vacíe sus bolsillos,
las manos sobre el capó, aléjese;
¿porta algún arma? ¿estupefacientes? ¿qué lleva en este maletín?
Comprueban por el walkie si tengo antecedentes.
Yo no digo nada.
Sólo dejo que desnuden mi privacidad, que la hagan pública
mientras mis ojos,
al otro lado de dos cristales opacos, escrutan rostros
que intentan memorizar
porque quién sabe,
tal vez mañana sea yo el armado
y ellos
los pobres imbéciles cagados de miedo.

Entonces, si llega el caso,
me pregunto si seré capaz de abrir la boca
antes de disparar.