26/4/10

DÓNDE QUEDO YO

No sé si es el mundo el que está cambiando o soy yo, o incluso puede que seamos los dos pero algo, sin duda, está cambiando. Lo noto en ciertas cosas. La mayoría aparentemente superfluas e insignificantes a las que, no obstante, mi cerebro no se resiste a sacar lecturas en modo alguno tan sencillas como la aparente gratuidad de las formas que adoptan. Vivimos en un mundo en que el poder de los símbolos está a la orden del día. Ellos ejercen sobre nosotros un dominio tan intrincado en nuestra naturaleza que por ello mismo pasan inadvertidos. Hemos asumido esos patrones como si fueran nuestros, producto de nuestra libre elección, fruto de la voluntad independiente del hombre. Ellos vertebran la identidad que somos y de la cual respondemos. Pero yo creo que todo es mucho más complejo y engañoso. Tengo claro que lo que yo soy es lo que yo y el micromundo que me rodea hemos asumido y consentido que me pertenece. En el momento en que yo decida traspasar esa barrera invisible cometería la mayor de las infidelidades, violaría los límites de mi rol y me convertiría, en último término, en un ser potencial y socialmente peligroso. Una amenaza, vaya. Algo que debe ser neutralizado o por el contrario institucionalizado antes de que la agresión abra nuevas grietas. Llevo tiempo pensando estas cosas; tanto como uso de razón tengo. Por eso nunca me he creído del todo la demagógica palabrería de los no pocos movimientos de respuesta “antisistema” que salpican la actualidad de este recién estrenado siglo XXI. Me recuerdan al Milenarismo que en torno al año 1000 anunciaba la inminente destrucción de la tierra y el regreso de Cristo Redentor para salvar al hombre justo de los desmanes cometidos por una humanidad domeñada por el Maligno. Con la diferencia de que ahora ya no hay Cristos ni Diablos que valgan. Sólo un puñado de profanos advenedizos respaldados por las correspondientes hordas de acólitos incapaces de encontrar un sentido a sus vidas que no sea repetir hasta el aburrimiento conductas que no les son propias. Seguimos siendo tan ignorantes como hace un milenio. Seguimos esclavizados por el fantasma de nuestra propia libertad, cuando en realidad la única manera de ser libres pasa por renunciar incondicionalmente a nosotros mismos: la única manera que tengo de ser libre es dejar de ser yo. Lo que implica un ejercicio de constante reciclaje de una naturaleza lo suficientemente contradictoria como para desmentir aquello que he dicho apenas un minuto antes. Una jodida locura si te paras a pensarlo. Pero es que hacerse fuerte en un planteamiento, sea el que sea, sea el vegetarianismo o la anarquía o el budismo o la violencia o el corporativismo o la política o el yoga o el fútbol o el regazo de la madre que te parió es, a fin de cuentas, capitular. Es consentirte el capricho de decir basta, con esto me quedo y con ello hasta el infinito. No me jodas: me niego a creer que seamos tan simples. Si en algo nos diferenciamos del resto de especies es por la dádiva de una supuesta inteligencia y, como todo el mundo sabe, la inteligencia no es otra cosa que la facultad para salvar obstáculos y solucionar problemas. Deberíamos darnos cuenta entonces de que el mayor problema, o quizá el único, somos nosotros mismos y que fuera de eso no hay nada, absolutamente nada, sólo la palabrería altanera de quien carece del talento suficiente para mirarse el ombligo y advertir que sólo es eso, un ombligo como otro cualquiera. Me río yo del sistema y los antisistema. Vaya circo que se han montado unos con otros. Más falso todo que una moneda de tres euros. Y en cuanto a la evidente y obligada pregunta que puedas hacerme: dónde quedo yo. Qué quieres que te diga, no creo que deje de ser un pobre hombre más, absorto en este tipo de estupideces que lo que hacen es entretenerme como a otros el fútbol, el yoga, el vegetarianismo, la política, el corporativismo, la violencia o la madre que lo parió mientras este planeta estornuda bocanadas de nubes tóxicas y ceniza que paralizan un mundo que por ridículo merece ser disecado y expuesto cuanto antes en el museo de los horrores.

22/4/10

DIÁLOGOS IMPOSIBLES V

(cerillas)


—¿tienes fuego?
—no fumo.
—yo tampoco.
—¿entonces?
—nada…, que me apetecía prenderle fuego a este planeta.

14/4/10

EL BARDO

Él se quejaba.
No puedo con los poetas que van de poetas,
decía,
que visten y hablan como poetas
y son incapaces de escribir un puto poema
en condiciones…

Años más tarde, lo volví a ver.
Llevaba un sombrero ladeado
que le arqueaba una melena lacia y sucia,
una americana azul oscuro
sobre unos tejanos raídos y un par de zapatos
por los que asomaba la punta del calcetín sudado.
En la mano llevaba una copa de ginebra
que él hubiera preferido de garrafón.
Le recitaba no sé qué ostias del amor a una adolescente
con las bragas probablemente también sudadas,
y también es probable que al final acabase tirándosela;
esas cosas pasan.
Debió de ganar un premio. Uno gordo,
de ésos que te untan la cartera
y lo que no es la cartera.
Acudió a charlas y recitales donde peroraba sobre el sentido
y sinsentido
de la palabra escrita,
sobre las tergiversaciones del lenguaje poético
y las jaulas de la verdad apenas entredicha…,
hasta que una buena noche el frío y las mixturas —esta vez, sí
de garrafón—, se lo llevaron al Parnaso
en donde yace desde entonces
con nombre y apellidos escritos en mayúscula.
Dicen que se suicidó.
Yo, en cambio, sé que fue la poesía,
ésa que ahoga de palabras las palabras,
la culpable,
cuando le entró en vena y se lo creyó
como un síndrome de inmunodeficiencia adquirida.

13/4/10

MONTÁNDOME HISTORIAS

Siempre tuve mucha imaginación. Recuerdo que cuando era un crío me grapaba frente al televisor delante de una de esas películas de indios y vaqueros que pasaban durante la sobremesa. Nunca llegaba a acabarlas. Me encerraba antes en mi cuarto y allí montaba mis propias películas. Canibalizaba lo que había estado observando en la pantalla y diseñaba el guión que a mí más me apetecía, casi siempre improvisando sobre la marcha. A veces era el indio; el vaquero otras. O me ponía mi traje del Real Madrid con el número tres de Tendillo a la espalda y pasaba horas dándole patadas a una bola de plástico hasta que a mi padre se le hinchaban las pelotas y entraba y me sacudía un par de hostias. Me encantaba el futbol. A mi padre no tanto. Supongo que porque siempre sintió debilidad por el Atlético de Madrid. Ésa debió ser mi primera respuesta frente al sistema. La primera y más bien la última. El caso es que tenía mucha imaginación y necesitaba hallar algún mecanismo que la canalizara así que me pasaba el día pegando tiros o dando balonazos o jugando con mi boomerang de plástico simulando que me encontraba sobre los pedales de una bicicleta en plena ascensión al Tourmalet. En mi imaginería yo era un triunfador: ¡la joven promesa del deporte nacional sobrepasa la barrera de lo imposible! Era el máximo goleador, el mejor portero, un escalador todoterreno capaz de ridiculizar al mismísimo Eddy Merckx. Ahora, con el insoslayable paso del tiempo, comprendo el significado que tenía aquello. Necesitaba un refuerzo positivo; sentirme valorado; creerme alguien más allá del triste crío que era. Y comoquiera que nunca nadie me lo ofreció tuve que arreglármelas de aquella manera: montándome historias.

Luego pasó el tiempo y crecí pero la cosa no cambió mucho. Seguía jugando encerrado en la soledad de mi cuarto. A veces mi padre abría la puerta por sorpresa y me pillaba embarrado en algún ardid del juego. Yo sentía una vergüenza infinita. Una vergüenza que se acentuaba al ver la mirada que él me arrojaba. Era como si tuviese enfrente a un retrasado mental al que le costase reconocer como hijo. Decía algo y luego cerraba la puerta. Yo me quedaba pensativo durante unos minutos y al cabo volvía con la historia según la había dejado antes de la interrupción, fuese una batalla del séptimo de caballería en las estribaciones del cañón del Colorado o el desembarco en las playas de Normandía por un comando de Rangers escoceses o la final de la copa del mundo entre quien se hallaba un delantero de afilada y mordaz puntería.

Volvió a pasar el tiempo y a mis prácticas lúdicas se añadieron otras. Me sentaba a escribir, por ejemplo, historias de contiendas imposibles de las que sólo salían con vida un puñado de héroes tras el calvario de un infierno en vida. Eran historias tremendamente caústicas y violentas e impropias para un niño de aquella edad. Mis padres me llevaron al psicólogo entonces. Allí el viejo tuvo ocasión de comprobar que no era precisamente un retrasado mental, cosa que creo le jodió bastante. Escribía esas historias y a veces las llevaba a la práctica con alguna de las pistolas y ametralladoras de palo de las que me pertrechaba y que yo mismo fabricaba con útiles varios.

Luego me cansé. Era como si de repente me hubiera hecho mayor. No jugaba, no escribía, no veía el futbol ni el ciclismo. El aburrimiento me entró como le entra a una adolescente su primera regla. Me dejó postrado como un mueble viejo al que ya no se le encuentra ninguna utilidad. Hasta que descubrí la masturbación, eso sí. ¡Madre de dios! Casi muero de un paro cardíaco la mañana que escupí aquello. Era como si el alma y la vida se me estuvieran escapando por la punta del pito. Luego, más calmado, cuando comprendí lo que en verdad pasaba, salí de la cama y fui a la cocina. Allí estaba mi madre. Me acerqué a ella y le dije: mira mamá, señalando la entrepierna encharcada del pijama, acabo de eyacular. Entonces a la que casi le da un vuelco al corazón es a ella. Pobre. Inconscientemente siempre he actuado así con ella: de sobresalto en sobresalto. Lo que ha llorado la pobre. Pero el caso es que eso de hacerse pajas era una maravilla además de una nueva manera de canalizar todo ese torrente imaginativo que desde crío tuve. Y encima ahora con suplementos añadidos. ¡Qué maravilla! Fue una fiebre onanística. Me follaba a quién quería, cómo quería y dónde quería. Me montaba guiones imposibles donde acababa haciendo todo tipo de tropelías a todo tipo de hembras dóciles a mis deseos. Qué maravilla cuando uno descubre los pequeños placeres de la vida, ¿verdad?

Pero vino la pubertad y me pasó por encima como un camión de dos ejes. La época más difícil de mi vida, sin duda. Lo único que me salvaba eran las historias de Tintín. Ese cabrón de Hergé sabía lo que contaba. La pena es que quise convertirme en el intrépido Tintín pero acabé siendo el capitán Haddock. Y comencé a escribir, volví a darle a las palabras, a la imaginación; sólo que ahora ya no eran historias de odiseas malditas, ni orgías quiméricas en el asiento de atrás de algún coche. No; ya no eran esas historias. Me dio por escribir poemas. Todavía recuerdo el comienzo del primero que escribí: Vivo / sobre inútiles pértigas de alcohol / y ofrezco dientes / como animal peregrino / frente a la luz resquebrajada de la ventana… Volví al psicólogo, obviamente; pero esta vez por otros motivos que algún día quizá te cuente aquí. Porque esto de escribir en un blog es como prostituirse y no muy diferente a editar un libro o exponer un cuadro o actuar en una representación teatral. Es venderse en un ejercicio de onanismo voyeurístico. Algo que sin duda heredé de aquellos tiempos en los que jugaba en mi cuarto mientras mi padre maldecía desde la cocina para que dejase en paz aquella bola de plástico. Siempre tuve un infantilismo galopante; qué le vamos a hacer.

11/4/10

BÚSQUEDAS EQUIVOCADAS

Tú querías saber,
por eso buscabas respuestas.
Pero no ésa.
Uno siempre persigue otros argumentos.
Otros juicios. Otras escusas.
Qué es el amor, dijiste.
Tener a alguien
que te quite los granos de la espalda..., respondí.
Y claro,
ésta tampoco te convenció.

10/4/10

PRIMAVERA

Tengo un reloj que marca las horas equivocadas
y una ventana abierta
por donde se destila el latir del mundo.
Veo cómo el calor parchea
rastros de nieve en la montaña,
cómo desnuda lentamente a las mujeres
igual que el amante de los otoños.
El brillo del cielo es un azulejo de iznik
aún joven y tenue y apenas sucio de pellejos blancos.
El tiempo pasa
pero sus horas no son equivocadas
mientras juego a hacerle el amor y la guerra a las palabras
mientras esta canica de agua y tierra sigue girando
como un derviche
enloquecido.

6/4/10

ES HORA

pienso que tal vez sea hora de escribir ese poema

uno
por el que tus ojos sangren cuando lo miren

uno
por el que pidas a Dios no haber existido nunca
en la diana de mi falo

uno que arranque
ahora y siempre
los barrotes a tu mirada

y tenderte esa trampa
fácil
por la que sé que caerás
como cayó el animal herido que fui
y al que debo estos versos que partirán
en dos
un amor que nunca creíste

pienso que tal vez sea hora de parirlo

y cercenar las costuras que me tejen a tu regazo
como un cordón umbilical
mientras tú mesas mi cabello
y me susurras:
tranquilo,
tranquilo pequeño, ten calma;
allí afuera hay un hombre
que ama mejor que tú

5/4/10

ISTIKLÂL CADDESI, ESTAMBUL, ABRIL DE 2010

La calle Istiklâl Caddesi es la arteria principal que parte diametralmente lo que antaño fue la ciudad genovesa popularmente conocida como La Pera, en la actual Estambul. Entonces era el enclave que los genoveses utilizaron como cabeza de puente para sus relaciones comerciales en un lugar privilegiado a medio camino entre Europa y Asia Menor. Más tarde, tras la decadencia genovesa, se convirtió en sede de numerosas embajadas y consulados. Hoy en día esta ocupación continúa, a lo que se ha añadido una fiebre modernizadora de cafés, franquicias comerciales, cines, escaparates de moda, restaurantes de comida rápida, alguna que otra librería de anticuario y pasajes que se abren en las callejuelas anexas y un sinfín de oficinas bancarias y de cambio. Istiklâl Caddesi es, sin lugar a duda, el icono por excelencia de la occidentalización de una de las ciudades que más Historia ha contemplado en todo este puñetero planeta. Antiguamente fue un barrio peligroso. A día de hoy, las principales firmas albergan su lujo y ostentosidad sin el menor temor a ser violentadas.

Tuve ocasión de pasear por ella el otro día. Su anchura y peatonalidad son generosas y, sin embargo, el volumen de paseantes es tal que achica la sensación que uno percibe de ella. Cuando la atraviesas, sobre todo en hora punta, debes sortear constantemente la marea desaforada de personas que comparten el pavimento contigo. Algo parecido a lo que sucede en otros lugares como la calle Preciados en Madrid, las Ramblas de Barcelona o el paseo de los Campos Elíseos en París. Agobiante, muy agobiante.

La otra tarde, de camino al encuentro con un amigo que llegaba ese mismo día a la ciudad y mientras remontaba la calle desde la torre Gálata en el extremo sur hasta la plaza Taksim en el extremo noreste, me tope con una manifestación del TKP (Partido Comunista Turco). La comitiva estaría formaba por 400 ó 500 participantes encabezada por una pancarta de mensaje conciso que obviamente no entendí y banderas rojas con las iniciales del partido y el habitual juego de oz y martillo en el extremo superior izquierdo.

Caminé junto a ellos un buen trecho, el suficiente para percibir la mecánica de su funcionamiento: hacia la mitad del pelotón, flanqueado por más banderas, había un tipo con un megáfono. Éste se lo llevaba a la boca intermitentemente y soltaba una arenga breve y admonitoria que acto seguido la vaharada de acompañantes repetía con entonación grave y ensordecedora en un ritmo de perfecta sincronía al más puro estilo comunista de vieja escuela. Luego, la arenga finalizaba y daba paso a una lluvia de aplausos que se interrumpía cuando el tipo del megáfono volvía a empuñarlo. El espectáculo era digno de ver. La cadencia que empleaba, perfectamente organizada hasta el detalle, me dejó los pelos como putas escarpias. Toda esa gente arropándose entre sí, desde la cuadrilla de jóvenes universitarias hasta el anciano solitario alzando el puño mientras vitoreaba pasando por todo tipo de generaciones intermedias repitiendo de una forma matemática los mismos gestos e idéntico mensaje, me dejó boquiabierto. Fue un espectáculo maravilloso que me sobrecogió como muy pocas veces me ha pasado.

Por lo visto Turquía es un país con una singladura muy particular que lo transforma en un polvorín de convulsiones políticas y religiosas, minorías oprimidas y una dura represión y censura de opiniones no oficialistas. El presente turco deambula por un terreno peligroso que yo denominaría baldío de identidades culturales enfrentadas, y eso lo convierte en un país interesante al borde de la eclosión social que, por otra parte, no creo que tarde mucho en ser sofocada por uno de los Estados más militarizados del mundo. La calle Istiklâl Caddesi y la marcha del partido comunista que pude ver el otro día es un símbolo de ello; quizá una metáfora. Banderas y cánticos revolucionarios rodeados de tiendas de Louis Vuitton y Starbucks Cafés. Una metáfora y una paradoja y un sinsentido.

En cualquier caso debo decir que disfruté el rato que paseé junto a ellos, junto a la marcha. Aunque si he de ser sincero lo hice con una sensación confusa a medio camino entre la envidia y la admiración. Admiración porque a pesar de todo todavía existen personas con la firme voluntad de querer cambiar las cosas y eso les dota del privilegio de un sentido y una identidad a su existencia por obsoleta y perdida que sea su causa. Envidia porque mientras remontaba la calle en su compañía tuve claro, como muy pocas veces también me ha sucedido, que yo jamás encontraré un sentido a mi vida, ni un credo, ni tan siquiera un motivo que logre compartir con nadie.

Eso me entristeció, así que seguí caminando hasta que encontré a mi amigo y lo recogí.

Luego, me alejé de allí.