13/11/10

DIÁLOGOS IMPOSIBLES VIII

(cosas horribles)


—he vuelto a escribir.
—qué bien. No sabes cuánto me alegra escuchar eso.
—a mí no. Maldita sea, a mí no.
— ¿por qué dices eso?
—es esa pantalla…
— ¿qué pantalla? ¿de qué diablos me estás hablando?
—esa pantalla. La del ordenador.
— ¿y qué se supone que le pasa a la pantalla de tu ordenador?
—no le pasa nada. Es lo que dice.
— ¿y qué coño dice? Si se puede saber…
—cosas horribles, maldita sea. Cosas horribles…

8/11/10

PALABRAS PARA ABORTAR PRIMAVERAS

Hace cosa de dos años me telefonearon para preguntarme si quería participar en una antología de poemas relacionados con la primavera. La organizadora de la idea era la plataforma que la ciudad de Segovia había creado para dar cobertura a su candidatura como Capital Europea de la Cultura para el año 2016. Ignacio Sanz, escultor y narrador bastante conocido en la escena literaria castellana, fue quien les facilitó mi contacto. Tiempo atrás, le había enviado el ejemplar del borrador Para luego acabar todos abonando cipreses, mi primer libro de poemas.

Evidentemente acepté la propuesta. Y no sólo eso, además me ilusioné con el proyecto. Aparecer en un poemario junto a firmas como las de Juan Carlos Mestre, Peter Wessel o el propio Ignacio Sanz me supuso un empalme más que considerable que me tuvo en una nube y sin poder dormir durante varias semanas.

Poco tiempo después se volvieron a poner en contacto conmigo. La idea era enviar una selección de mis poemas de entre los cuales ellos escogerían los afortunados. Yo les advertí que mis textos no eran lo que se podría decir composiciones puramente primaverales, que de hecho jamás había escrito nada que pudiera parecerse ni de lejos a una composición paisajística. Me contestaron que eso no importaba, que el título del poemario —Palabras para plantar primaveras— era una mera escusa prosaica y que lo que verdaderamente importaba era el hecho de que un tipo de veintisiete años perdiera el tiempo escribiendo poesía. Acepté, de nuevo. Les envié un correo con algunos de mis poemas y al cabo de unos días me contestaron para decirme que los seleccionados finalmente habían sido cuatro.

Todo marchaba a pedir de boca. Una vez terminada la maquetación, conseguidas las licencias y los medios de financiación, Palabras para plantar primaveras estaría listo para ser enviado a la imprenta en marzo de 2008. El empalme me duró otra tanda de semanas.

Pero todo era demasiado bonito como para ser cierto.

A comienzos de ese mismo año, bajo las sospechas que entonces ya se tenían del incipiente descalabro económico en que nos hallamos inmersos a día de hoy, las subvenciones culturales de la Diputación de Segovia fueron esquilmadas y, con ello, el proyecto del poemario descartado y olvidado en los anaqueles de lo que pudo haber sido. Nada más volvió a saberse del tema. A partir de ese momento el dinero se emplearía en iniciativas mucho más lucrativas y con un mayor impacto mediático. Además de todo ello, se filtró la noticia de que la encargada de coordinar la antología había descartado la publicación de alguno de los poetas reunidos. La razón era el empleo indebido y gratuito que ellos hacían de un lenguaje soez, barriobajero, vulgar y declaradamente antipoético. Yo y mis poemas nos encontrábamos entre ellos.

A la tipa en cuestión la conocía de sobra. Una zorra incapaz de distinguir las Coplas por la muerte de su padre del prospecto de la píldora anticonceptiva que por ley debería serle administrada para librar al mundo del peso de su ignorancia congénita y hereditaria.

El caso es que el cabreo se me pasó y poco después me olvidé del asunto. Hasta hace unos días, cuando repasando mis archivos en el ordenador me topé con el documento en pdf de lo que iba haber sido el poemario.

Han pasado más de dos años y ya no hay cabida al resentimiento. Pero sospecho que tal vez sea hora de hacer justicia a unos poemas de los que aun no estando especialmente orgulloso, dado el tiempo que ha pasado y lo fácil que en ellos es advertir las influencias que en el momento de su composición tuvieron sobre su autor, en cualquier caso bien merecen una segunda oportunidad.

Aquí los dejo, en epitafio final:


EL FINAL DE LA NAVIDAD


Lunes
7 de enero.
Amanezco después de dos días
de borrachera
y descubro a Sombra
sobre el quicio de la ventana.
Me acerco hasta él.
Los niños al otro lado
juegan,
pasean sus bicicletas y patines.
Sus ojos brillan.
Me detengo un instante más
y pienso en los años que han pasado
desde que yo fui
cualquiera de esos niños.
No sé si son muchos,
creo que no.
La vida pasa tan aprisa
que a veces no deja tiempo
a saborear cada momento.
La vida pasa aprisa
y las cosas
siempre podía haber sucedido
de otra manera,
y aquí estoy yo,
resacoso,
acariciando una pequeña bola
de pelo negro que maúlla
frente a la ventana.
Qué sabe él,
qué sabrá nadie de todo esto,
en fin...
el olor a café llega
desde la cocina,
liaré un cigarrillo.
Hoy me obligaré a sonreír.


EL ZULO


Los peldaños de madera chirrían a cada paso.

Subo un piso, dos, tres.

Encajo la llave en la cerradura
y activo el picaporte.
La puerta también chirría al abrirse.

¿Lo hueles?

¿El qué?, me pregunta. No huelo a nada.

Eso es, afirmo,
aquí no huele.
Aquí no huele a nada.


PARA LUEGO ACABAR TODOS ABONANDO CIPRESES


Hace falta estar medio loco
para sentarse frente a la pantalla y teclear
un puñado de palabras a las que etiquetar de poema.
Hace falta estar desesperado
o simplemente aburrido
para emborronar la página de consignas, mensajes o salvoconductos.
Hace falta suficiente tedio
y suficiente asco
para hacer esto
en lugar de lanzarte a la calle
pipa en ristre
y hacerle un favor a este hacinado y contaminado mundo.
Hace falta esta discreta apariencia
de cordura
para no tirar la toalla
en mitad de todo este montón de nada
al que buscamos algún mínimo sentido.
Hablar de la muerte,
del deseo,
de la ansiedad,
del amor,
de pollas en vinagre.
Hablar de esto y de lo otro
aunque no valga de mucho
o aunque directamente no valga de nada.
Hace falta morirse un poco en cada verso
y hace falta reinventarse en el siguiente:
la peonza que sigue girando,
el sol despareciendo por el mismo lado,
la luna iluminando la noche
como si del ojete del mundo se tratase.
Hace falta todo esto
y más cosas que ahora se me escapan
porque no tengo más remedio que ponerle fin a este poema
y continuar con el siguiente, y así
hasta que le crezcan barbas a la esperanza
o hasta que la peonza detenga el ditirambo
y mi sol y mi luna me acompañen al hoyo
y a tomar por culo
y el mundo a otra cosa
sin mí.


SUENA EL TELÉFONO


Es ella.

Hazme un favor, dice,
aún no he comido
y tengo acidez.
Unos pocos macarrones
con aceite
estarían bien,
¿quieres?
Llegaré en veinte minutos.

Corto la llamada.
Enciendo el fuego
vierto el agua
dejo que hierva
echo la pasta
cinco
diez
retiro el fuego
veinte minutos.

Me siento a teclear esto.

Media hora;
aún no has llegado.

6/11/10

HERIDA

De niño, solía bajar a la calle
y jugar con los chicos de mi barrio.
Me juntaba con ellos
en la acera de las viejas destilerías Dyc.
Allí dábamos patadas al balón, aunque muchas veces
nos conformábamos con las patatas que le robábamos
a la Juani de su frutería. Otras veces
competíamos alrededor de la manzana
subidos a nuestras bicicletas,
o guerreábamos con las castañas que caían en otoño.
Recuerdo que más de uno acabó en el hospital,
ensangrentado y con la cabeza abierta
y algún que otro ojo morado.
Yo, sin ir más lejos, en más de una ocasión.
Esas heridas me hacían fuerte.
Sobre todo las de las rodillas tras tropezar y caerme al suelo.
Ya de pequeño me aficioné al dolor.
Disfrutaba con ellas, observaba su progresión.
Me fascinaba el borboteo de sangre,
su oscuro color, casi negro, cuando empezaban a coagularse,
y luego, una vez secas, me arrancaba la costra áspera
y la sangre volvía a brotar desde los bordes
como el agua en los manantiales.
Eran mis heridas, mis medallas de guerra, mis cicatrices
que aún descollan pálidas en mis rodillas,
rastros de piel surcada por una infancia que debió ser feliz.
Hoy, pensando en ello, he caído en la cuenta
de que algo parecido hice contigo,
y por eso te escribí y te escribí y luego volví a escribirte
constantemente, una y otra vez.
Para desprenderte de mí; arrancarme esa vieja herida
que huele a ti, lleva tu nombre y sangra tu sudor.
Para hacerte cicatriz y que nadie,
ni el tiempo,
pueda decir que no fui niño,
que no te amé hasta agotarme.

1/11/10

RISK

Yo tenía un amigo en Valladolid. Se llamaba Javi pero todo el mundo lo conocía por su apellido, Arregui. Solíamos quedar por las tardes para tomar cervezas. Normalmente lo hacíamos en mi casa. Pasamos las tardes de aquel otoño y el respectivo invierno bebiendo cervezas en el salón de la casa donde vivía con mi chica y su hermano. Ellos trabajaban y yo en cambio vivía del cuento y de lo poco que ganaba en currillos esporádicos que me salían de vez en cuando, así que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o bebiendo cerveza con mi amigo Arregui. También fumábamos porros. Yo entonces no hacía otra cosa que leer, beber y fumar porros. Entonces no era feliz como tampoco lo soy ahora, pero cada vez que me acuerdo de aquella época una sensación de agradable emoción me embarga. No debió ser tan mala, después de todo. Aquella época, digo.

Una tarde Arregui se presentó en mi casa. Llamó al telefonillo del portal y le abrí.

—Qué pasa, tú. Mira, éste es Susco.

Venía con un tipo alto y delgado y vestido completamente de negro. Llevaba una mochila al hombro sobre la que caía una larga melena fina y también negra. Su cara era de una palidez extrema. Parecía enfermo, como anémico. Me estrechó la mano y se sentó en uno de los sofás del salón. En el otro lo hicimos Arregui y yo.

—Susco ha traído un juego de mesa —dijo Arregui.

El tipo, que todavía no había abierto la boca, sacó de la mochila un rectángulo de cartón. Lo desplegó. Tenía los bordes carcomidos e hinchados por la humedad. Era el tablero del juego. En él había dibujado torpemente un mapamundi dividido en diferentes territorios. Luego, de un estuche de lapiceros, sacó y dejó sobre la mesilla del salón las fichas. Se trataba de montones de soldaditos de infantería, pequeñas figuras de hombres a caballo y otras tantas de cañones de época napoleónica todas ellas coloreadas de diferentes tonalidades.

—Yo siempre escojo las negras, así que vosotros elegid el color que más os plazca.

—Muy bien —dije yo—, me quedo con las rojas.

—Yo cogeré las amarillas —dijo Arregui.

Mientras sacaba de la nevera unas litronas, Susco empezó a explicarnos la mecánica del juego. No parecía demasiado complicada pero eran muchos los datos de modo que en cuestión de minutos comencé a perder el interés y a limitarme a asentir con la cabeza mientras pensaba en mis cosas.

Cuando Susco terminó de hablar, nos preguntó si lo habíamos entendido todo y si teníamos alguna duda o algo que preguntar. Yo dije que no, que estaba todo claro, pero Arregui consultó ciertos puntos que no había terminado de comprender. Terminadas las aclaraciones comenzamos a desplegar nuestros soldaditos por la superficie del tablero.

La partida nos llevó unas dos horas. El juego estaba bastante bien pero tenía el inconveniente de resultar bastante lento, lo cual nos invitó a beber bastante cerveza y a fumar bastantes porros.

Cuando llevábamos una hora y media aproximadamente entendí que mi partida estaba más que perdida, de manera que replanteé mi estrategia y decidí putear todo lo que fuera posible, olvidándome por completo de las misiones que debía completar para alcanzar el éxito. Para ello firmé un pacto de no agresión con Arregui en uno de los frentes que compartíamos y que hasta ese momento había sido todo un polvorín. Eso le permitió relajar sus defensas en aquel enclave y centrar sus esfuerzos en derrotar a Susco que, a esas alturas, era el único que podía arrebatarle la partida. Cuando me llegó el turno, lancé mi ofensiva.

—Eres un hijo de puta y tu palabra vale menos que las legañas de un cadáver —soltó, ofendido, Arregui.

Para entonces le había encontrado el gusto y el sentido al juego, de modo que no le di mayor importancia a sus gritos e insultos y le reventé todo lo que pude reventarle. Ayudada por el alcohol y por un repentino golpe de suerte con los dados, mi cara debía parecer una antorcha encendida.

—Eres un hijo de la gran puta —repetía Arregui, quien no daba crédito ni a la maniobra que yo había iniciado ni a lo reacio que eran los dados a que ésta parase.

Así seguí un par de tiradas más hasta que decidí replegarme. Los ejércitos esquilmados de Arregui sobre el tablero eran tan sólo una sombra de lo que habían sido apenas unos minutos antes. Le tocó el turno a Susco. Lo tenía fácil y no desaprovechó la ocasión.

—¿Tú también, hijo de perra? —le soltó Arregui.

—¿Qué quieres que haga? Es sólo un juego y te tengo a tiro.

La suerte de dados quiso que entonces fuera Susco el que le untara el morro. Arregui no lo podía creer. De tener el tablero rendido a sus pies había pasado a ser un ejército desmadejado y sin posibilidad de redimirse. Para cuando le llegó el turno estaba tan borracho y cabreado que ni se molestó en tirar los dados. En lugar de eso se levantó y nos dijo señalándonos con el dedo:

—No creo que vuestras madres estén demasiado orgullosas de haber parido alimañas así. Me habéis jodido a base de bien los dos así que no esperéis que termine la partida. No os daré ese gustazo.

—Venga, Arregui, no nos jodas que es sólo un juego —dije.

—La zorra de tu madre sí que era sólo un juego —dijo, y con las mismas se abrió paso hasta la puerta y de un golpe se largó.

Susco y yo nos quedamos en silencio un rato. Luego éste empezó a recoger las fichas en el estuche de donde las había sacado, dobló el tablero en cuatro partes y metió todo en la mochila. Cuando lo tenía recogido, dijo:

—Es sólo un juego, pero lo has jugado sucio. Yo también me voy.

Y eso hizo.

No volví a verle. Por supuesto, a Arregui tampoco. Desde aquella tarde no volvió a llamarme y cuando yo lo hacía nunca me cogía el teléfono. Así estuve unas semanas, luego me cansé de intentarlo y nadie más supo de él.

Hasta esta mañana, cuando me ha sonado el teléfono y una voz que se supone debo conocer y a la que todavía no logro recordar me ha dicho que lo encontraron hace unas semanas tirado en un parque. Lo habían cosido a navajazos unos yonquis. Para cuando llegaron los servicios de asistencia poco pudieron hacer, aparte de certificar su cadáver.

No sé por qué sus legañas me vinieron a la cabeza.

Pero el caso es que ahora recuerdo. La voz en el teléfono debía ser la de Susco. Han pasado cinco años de aquello y, aunque mi memoria nunca ha sido muy poderosa, apostaría a que la voz en el teléfono era la de aquel tipo.

La pregunta es: ¿quién diablos le daría mi número?