7/2/10

DEGUSTANDO UN JUGOSO TECHO AL ESTILO GOTELÉ

Los achaques del insomnio me acechan una vez más. Consigo dormir una media de tres o a lo sumo cuatro horas por las noches y eso me convierte en un zombi durante los días. Me arrastro por ellos con el cuerpo laxo y dolorido y mi cabeza no siempre funciona con el rigor adecuado que exige mi profesión. Se me encrespa el carácter. Doy malas contestaciones a la gente que me rodea y no me preocupa lo más mínimo herir con ellas su sensibilidad. Y luego me arrepiento, claro. Profundamente.

Es el estrés, supongo. El frenesí de los días y la mecánica rutina que los estructura lo que me está venciendo. Los hábitos que he adquirido también contribuyen. Cada día fumo más. El alcohol, aunque postergado a los fines de semana, se ha convertido en un apéndice más o menos importante en mi vida. Bebo en compañía de gente, como todo el mundo hace; pero también bebo solo. Sobre todo el viernes por la noche. Esos días suelo quedarme en casa para descansar del fragor de la semana. Pero, como siempre, este enquistado aburrimiento del que he hecho gala desde la adolescencia me empuja irremisiblemente a la nevera o al mueble bar de mi salón donde está esa botella de ginebra con la que perfumo mis entrañas y diluyo las ideas. A la mañana siguiente, cuando despierto, mi cabeza es el yunque de un herrero en plena faena. Me duelen las piernas, los riñones y cada vez es mayor la tendencia a la arcada y el vómito, y eso a pesar de haber disfrutado siempre de un estómago a prueba de bombas.

Pero en modo alguno soy un alcohólico. Podría dejar de beber así como de fumar en cuanto quisiese. Mi voluntad es inquebrantable cuando me lo propongo. Y ahí precisamente radica la raíz del problema. Porque no es que no pueda, es que no quiero. La alternativa a este modus operandi me seduce lo mismo que un disparo en la sien. La práctica de ejercicio diario, una dieta saludable, apartarse de ambientes poco propicios configuran desde mi punto de vista una condena aún mayor. Como acertadamente me confesó un día una buena amiga: a mí lo que me gusta, lo que de verdad me motiva, es ponerme a prueba constantemente. Autoevaluarme, imagino, como el profesor que soy. Exigirme un puñado de retos que por absurdos y ridículos la mayoría de ellos resultan complicados de superar. Porque la autodisciplina es una virtud estoica se mire por donde se mire. Lo que pasa es que la mía no obedece precisamente a leyes naturales y mucho menos lógicas.

No lo recuerdo exactamente, pero el día que supe que era un ser potencialmente peligroso algo se activó en mi cabeza. Algo así como un resorte intelectual que desde entonces no ha hecho más que indicarme el camino hacia una flagelación autoimpuesta. Y por supuesto que no me arrepiento de ello. Ni tampoco pretendo ir de víctima. Ya soy mayorcito para saber que lo que hago es lo que me viene en gana hacer. Lo que ocurre es que a veces a uno con el paso de los años se le plantean ciertas cosas. Y a mí, de un tiempo a esta parte, pensamientos extraños zumban alrededor de mi cabeza. Cosas que supongo que tienen que ver con eso que nunca entendí del todo y a lo que llaman madurez. Y, claro, este ritmo de vida no resulta el más adecuado para tales virajes emocionales.

De todas formas, y aun acercándome vertiginosamente a la treintena, tengo la sensación de ser aún joven. Aunque los huesos aguanten cada vez menos las envestidas y la cabeza se resienta cada vez más, y a uno le dé por no dormir y escribir estupideces como esta que ni siquiera estoy seguro de que te interesen lo más mínimo. Porque, como lees, soy un ególatra convencido. Y además brindo por ello.