14/4/10

EL BARDO

Él se quejaba.
No puedo con los poetas que van de poetas,
decía,
que visten y hablan como poetas
y son incapaces de escribir un puto poema
en condiciones…

Años más tarde, lo volví a ver.
Llevaba un sombrero ladeado
que le arqueaba una melena lacia y sucia,
una americana azul oscuro
sobre unos tejanos raídos y un par de zapatos
por los que asomaba la punta del calcetín sudado.
En la mano llevaba una copa de ginebra
que él hubiera preferido de garrafón.
Le recitaba no sé qué ostias del amor a una adolescente
con las bragas probablemente también sudadas,
y también es probable que al final acabase tirándosela;
esas cosas pasan.
Debió de ganar un premio. Uno gordo,
de ésos que te untan la cartera
y lo que no es la cartera.
Acudió a charlas y recitales donde peroraba sobre el sentido
y sinsentido
de la palabra escrita,
sobre las tergiversaciones del lenguaje poético
y las jaulas de la verdad apenas entredicha…,
hasta que una buena noche el frío y las mixturas —esta vez, sí
de garrafón—, se lo llevaron al Parnaso
en donde yace desde entonces
con nombre y apellidos escritos en mayúscula.
Dicen que se suicidó.
Yo, en cambio, sé que fue la poesía,
ésa que ahoga de palabras las palabras,
la culpable,
cuando le entró en vena y se lo creyó
como un síndrome de inmunodeficiencia adquirida.