13/4/10

MONTÁNDOME HISTORIAS

Siempre tuve mucha imaginación. Recuerdo que cuando era un crío me grapaba frente al televisor delante de una de esas películas de indios y vaqueros que pasaban durante la sobremesa. Nunca llegaba a acabarlas. Me encerraba antes en mi cuarto y allí montaba mis propias películas. Canibalizaba lo que había estado observando en la pantalla y diseñaba el guión que a mí más me apetecía, casi siempre improvisando sobre la marcha. A veces era el indio; el vaquero otras. O me ponía mi traje del Real Madrid con el número tres de Tendillo a la espalda y pasaba horas dándole patadas a una bola de plástico hasta que a mi padre se le hinchaban las pelotas y entraba y me sacudía un par de hostias. Me encantaba el futbol. A mi padre no tanto. Supongo que porque siempre sintió debilidad por el Atlético de Madrid. Ésa debió ser mi primera respuesta frente al sistema. La primera y más bien la última. El caso es que tenía mucha imaginación y necesitaba hallar algún mecanismo que la canalizara así que me pasaba el día pegando tiros o dando balonazos o jugando con mi boomerang de plástico simulando que me encontraba sobre los pedales de una bicicleta en plena ascensión al Tourmalet. En mi imaginería yo era un triunfador: ¡la joven promesa del deporte nacional sobrepasa la barrera de lo imposible! Era el máximo goleador, el mejor portero, un escalador todoterreno capaz de ridiculizar al mismísimo Eddy Merckx. Ahora, con el insoslayable paso del tiempo, comprendo el significado que tenía aquello. Necesitaba un refuerzo positivo; sentirme valorado; creerme alguien más allá del triste crío que era. Y comoquiera que nunca nadie me lo ofreció tuve que arreglármelas de aquella manera: montándome historias.

Luego pasó el tiempo y crecí pero la cosa no cambió mucho. Seguía jugando encerrado en la soledad de mi cuarto. A veces mi padre abría la puerta por sorpresa y me pillaba embarrado en algún ardid del juego. Yo sentía una vergüenza infinita. Una vergüenza que se acentuaba al ver la mirada que él me arrojaba. Era como si tuviese enfrente a un retrasado mental al que le costase reconocer como hijo. Decía algo y luego cerraba la puerta. Yo me quedaba pensativo durante unos minutos y al cabo volvía con la historia según la había dejado antes de la interrupción, fuese una batalla del séptimo de caballería en las estribaciones del cañón del Colorado o el desembarco en las playas de Normandía por un comando de Rangers escoceses o la final de la copa del mundo entre quien se hallaba un delantero de afilada y mordaz puntería.

Volvió a pasar el tiempo y a mis prácticas lúdicas se añadieron otras. Me sentaba a escribir, por ejemplo, historias de contiendas imposibles de las que sólo salían con vida un puñado de héroes tras el calvario de un infierno en vida. Eran historias tremendamente caústicas y violentas e impropias para un niño de aquella edad. Mis padres me llevaron al psicólogo entonces. Allí el viejo tuvo ocasión de comprobar que no era precisamente un retrasado mental, cosa que creo le jodió bastante. Escribía esas historias y a veces las llevaba a la práctica con alguna de las pistolas y ametralladoras de palo de las que me pertrechaba y que yo mismo fabricaba con útiles varios.

Luego me cansé. Era como si de repente me hubiera hecho mayor. No jugaba, no escribía, no veía el futbol ni el ciclismo. El aburrimiento me entró como le entra a una adolescente su primera regla. Me dejó postrado como un mueble viejo al que ya no se le encuentra ninguna utilidad. Hasta que descubrí la masturbación, eso sí. ¡Madre de dios! Casi muero de un paro cardíaco la mañana que escupí aquello. Era como si el alma y la vida se me estuvieran escapando por la punta del pito. Luego, más calmado, cuando comprendí lo que en verdad pasaba, salí de la cama y fui a la cocina. Allí estaba mi madre. Me acerqué a ella y le dije: mira mamá, señalando la entrepierna encharcada del pijama, acabo de eyacular. Entonces a la que casi le da un vuelco al corazón es a ella. Pobre. Inconscientemente siempre he actuado así con ella: de sobresalto en sobresalto. Lo que ha llorado la pobre. Pero el caso es que eso de hacerse pajas era una maravilla además de una nueva manera de canalizar todo ese torrente imaginativo que desde crío tuve. Y encima ahora con suplementos añadidos. ¡Qué maravilla! Fue una fiebre onanística. Me follaba a quién quería, cómo quería y dónde quería. Me montaba guiones imposibles donde acababa haciendo todo tipo de tropelías a todo tipo de hembras dóciles a mis deseos. Qué maravilla cuando uno descubre los pequeños placeres de la vida, ¿verdad?

Pero vino la pubertad y me pasó por encima como un camión de dos ejes. La época más difícil de mi vida, sin duda. Lo único que me salvaba eran las historias de Tintín. Ese cabrón de Hergé sabía lo que contaba. La pena es que quise convertirme en el intrépido Tintín pero acabé siendo el capitán Haddock. Y comencé a escribir, volví a darle a las palabras, a la imaginación; sólo que ahora ya no eran historias de odiseas malditas, ni orgías quiméricas en el asiento de atrás de algún coche. No; ya no eran esas historias. Me dio por escribir poemas. Todavía recuerdo el comienzo del primero que escribí: Vivo / sobre inútiles pértigas de alcohol / y ofrezco dientes / como animal peregrino / frente a la luz resquebrajada de la ventana… Volví al psicólogo, obviamente; pero esta vez por otros motivos que algún día quizá te cuente aquí. Porque esto de escribir en un blog es como prostituirse y no muy diferente a editar un libro o exponer un cuadro o actuar en una representación teatral. Es venderse en un ejercicio de onanismo voyeurístico. Algo que sin duda heredé de aquellos tiempos en los que jugaba en mi cuarto mientras mi padre maldecía desde la cocina para que dejase en paz aquella bola de plástico. Siempre tuve un infantilismo galopante; qué le vamos a hacer.