5/4/10

ISTIKLÂL CADDESI, ESTAMBUL, ABRIL DE 2010

La calle Istiklâl Caddesi es la arteria principal que parte diametralmente lo que antaño fue la ciudad genovesa popularmente conocida como La Pera, en la actual Estambul. Entonces era el enclave que los genoveses utilizaron como cabeza de puente para sus relaciones comerciales en un lugar privilegiado a medio camino entre Europa y Asia Menor. Más tarde, tras la decadencia genovesa, se convirtió en sede de numerosas embajadas y consulados. Hoy en día esta ocupación continúa, a lo que se ha añadido una fiebre modernizadora de cafés, franquicias comerciales, cines, escaparates de moda, restaurantes de comida rápida, alguna que otra librería de anticuario y pasajes que se abren en las callejuelas anexas y un sinfín de oficinas bancarias y de cambio. Istiklâl Caddesi es, sin lugar a duda, el icono por excelencia de la occidentalización de una de las ciudades que más Historia ha contemplado en todo este puñetero planeta. Antiguamente fue un barrio peligroso. A día de hoy, las principales firmas albergan su lujo y ostentosidad sin el menor temor a ser violentadas.

Tuve ocasión de pasear por ella el otro día. Su anchura y peatonalidad son generosas y, sin embargo, el volumen de paseantes es tal que achica la sensación que uno percibe de ella. Cuando la atraviesas, sobre todo en hora punta, debes sortear constantemente la marea desaforada de personas que comparten el pavimento contigo. Algo parecido a lo que sucede en otros lugares como la calle Preciados en Madrid, las Ramblas de Barcelona o el paseo de los Campos Elíseos en París. Agobiante, muy agobiante.

La otra tarde, de camino al encuentro con un amigo que llegaba ese mismo día a la ciudad y mientras remontaba la calle desde la torre Gálata en el extremo sur hasta la plaza Taksim en el extremo noreste, me tope con una manifestación del TKP (Partido Comunista Turco). La comitiva estaría formaba por 400 ó 500 participantes encabezada por una pancarta de mensaje conciso que obviamente no entendí y banderas rojas con las iniciales del partido y el habitual juego de oz y martillo en el extremo superior izquierdo.

Caminé junto a ellos un buen trecho, el suficiente para percibir la mecánica de su funcionamiento: hacia la mitad del pelotón, flanqueado por más banderas, había un tipo con un megáfono. Éste se lo llevaba a la boca intermitentemente y soltaba una arenga breve y admonitoria que acto seguido la vaharada de acompañantes repetía con entonación grave y ensordecedora en un ritmo de perfecta sincronía al más puro estilo comunista de vieja escuela. Luego, la arenga finalizaba y daba paso a una lluvia de aplausos que se interrumpía cuando el tipo del megáfono volvía a empuñarlo. El espectáculo era digno de ver. La cadencia que empleaba, perfectamente organizada hasta el detalle, me dejó los pelos como putas escarpias. Toda esa gente arropándose entre sí, desde la cuadrilla de jóvenes universitarias hasta el anciano solitario alzando el puño mientras vitoreaba pasando por todo tipo de generaciones intermedias repitiendo de una forma matemática los mismos gestos e idéntico mensaje, me dejó boquiabierto. Fue un espectáculo maravilloso que me sobrecogió como muy pocas veces me ha pasado.

Por lo visto Turquía es un país con una singladura muy particular que lo transforma en un polvorín de convulsiones políticas y religiosas, minorías oprimidas y una dura represión y censura de opiniones no oficialistas. El presente turco deambula por un terreno peligroso que yo denominaría baldío de identidades culturales enfrentadas, y eso lo convierte en un país interesante al borde de la eclosión social que, por otra parte, no creo que tarde mucho en ser sofocada por uno de los Estados más militarizados del mundo. La calle Istiklâl Caddesi y la marcha del partido comunista que pude ver el otro día es un símbolo de ello; quizá una metáfora. Banderas y cánticos revolucionarios rodeados de tiendas de Louis Vuitton y Starbucks Cafés. Una metáfora y una paradoja y un sinsentido.

En cualquier caso debo decir que disfruté el rato que paseé junto a ellos, junto a la marcha. Aunque si he de ser sincero lo hice con una sensación confusa a medio camino entre la envidia y la admiración. Admiración porque a pesar de todo todavía existen personas con la firme voluntad de querer cambiar las cosas y eso les dota del privilegio de un sentido y una identidad a su existencia por obsoleta y perdida que sea su causa. Envidia porque mientras remontaba la calle en su compañía tuve claro, como muy pocas veces también me ha sucedido, que yo jamás encontraré un sentido a mi vida, ni un credo, ni tan siquiera un motivo que logre compartir con nadie.

Eso me entristeció, así que seguí caminando hasta que encontré a mi amigo y lo recogí.

Luego, me alejé de allí.