15/5/10

EL OFICIO DE ENSEÑAR

Trabajé en una ebanistería lijando muebles para una conocida firma de establecimientos de ropa, luego probé suerte en el campo como jornalero, monté escenarios musicales y macrocentros comerciales, fui negro en la universidad redactando artículos de crítica literaria feministas por los que sus no autoras lograron fama y reconocimiento, y repartí comida italiana a domicilio hasta que finalmente di con mis huesos en un restaurante de carretera donde eché el bofe doce horas diarias sirviendo mesas a empresarios y diputados. Entre medias me dio tiempo a abandonar una vida y una ciudad y más tarde regresar por los despojos que mi huida había dejado. Hasta que una buena mañana sonó el teléfono y una voz al otro lado me preguntó si quería dar clases de historia. Le dije que sí. Una semana más tarde me vi metido en un aula frente a una cuadrilla de estudiantes de la universidad de Georgia, Estados Unidos. Les empecé a hablar y aquello les gustó y a mí también. Y todo cambió o se enderezó, quién sabe.

Desde entonces no he hecho otra cosa. Y no creo que haya pasado demasiado tiempo, aunque sí el suficiente como para saber que ahora difícilmente podría desempeñar cualquier otra actividad. Porque amo mi trabajo por encima de la mayoría de las cosas. Lo venero en la medida en que me reporta satisfacciones de una plenitud que yo calificaría de poderosa. Entrar en el aula y soltar el discurso y luego marcharme por la puerta con la sensación del deber bien cumplido, eso no hay quien lo pague. Es como un pelotazo de una droga simpática y dócil y que me cincela una sonrisa en el rostro que habrá de durarme hasta que el día anochezca. Desde luego, soy un tipo afortunado. Pero es sabido que no basta con amar las cosas, además hay que creer en ellas, y yo hace tiempo que dejé de creer en la enseñanza. Me explico.

La rutina es un cáncer que devasta la ilusión por las cosas, te habitúa a ellas, las normaliza. Pasa con todo en la vida, más todavía con el trabajo. Perder la perspectiva de lo que sucede en el aula cuando un profesor cierra la puerta tras de sí y da comienzo ese particular microuniverso del que él participa, es, a mi modo de ver las cosas, el peor error que un docente puede cometer. Y no es que sea mi caso. Ya he dejado entrever antes que disfruto cada minuto que paso allí dentro, en compañía de esas misteriosas criaturas que una vez fuimos todos aunque ya no lo recordemos. Sé que en un futuro tendré tiempo para preocuparme por ello, aunque de momento mi inquietud visita otros derroteros. Porque no se trata de que me haya institucionalizado en la mecánica del ejercicio, ni de que me haya doblegado a sus exigencias, ni mucho menos que la rutina haya acabado por sentenciar ese amor prístino. El problema radica precisamente en la emoción que me reporta.

La ilusión, como etimológicamente advierte el diccionario, es la invención de una realidad inspirada por la imaginación y el equívoco de los sentidos, lo que en el caso que me ocupa transforma dos evidencias aparentemente equivalentes en dos construcciones que enfilan direcciones diferentes. Una es lo que yo creo que pasa cuando estoy en el aula enhebrando las palabras en el discurso; la otra lo que en verdad está pasando allí dentro. Es imposible aspirar a una enseñanza objetiva pues ésta no es una ciencia por mucho que insista en afirmar lo contrario la pedagogía. En ella intervienen demasiadas variables como para pretender categorizar todos los posibles. Sería una estupidez entre otras cosas porque el talento nunca podrá medirse en términos matemáticos. Ni el talento, ni la asertividad ni tampoco la idoneidad del espacio donde el ejercicio de la docencia tiene lugar. Categorizarlo todo sería como pretender levantar la torre de babel sobre los cimientos de una casa de muñecas. Cada día que pasa, los alumnos se encuentran con un diferente profesor aunque ellos no lo adviertan, ni siquiera el propio profesor. El ánimo, la voluntad, incluso la ilusión de la que antes hablaba, cambia en unos y en otros. Soy una persona diferente cada mañana que salgo de la cama y me calzo las zapatillas. La emoción que pueda o no transmitir también es diferente y eso no lo elijo yo, responde a mi vida, a los acontecimientos que la construyen, a mis circunstancias cambiantes en último término. No soy libre de decidir lo que digo en la medida en que me esclavizan los acontecimientos que me catapultan a ser lo que soy.

Al margen de estas anotaciones quisiera profundizar en el aspecto político que entraña la educación. Es sabido que una de las primeras modificaciones legales cuando un país encara un cambio político, sea una transformación de régimen o simplemente la alternancia ideológica en el cambio de las legislaturas, atiende a la metodología y la praxis educativa. Es algo normal hasta cierto punto en cuanto que la enseñanza vertebra el pensamiento. En ese momento a un docente se le abre un nuevo mundo que explorar y al cual acostumbrarse hasta que el aire cambie de dirección y se repita el proceso y el puzle tenga que ser de nuevo montado. Llegados a ese punto en la inflexión, comienza lo que yo llamaría el espectáculo de los balones fuera: la responsabilidad del acierto y los fracasos de esa nueva dimensión se extrapola y se hace ajena, como si el hecho de ejercitar la docencia fuera lo mismo que estar en una cadena taylorista de montaje de cerebros cuya maquinaria se ha transformado con el cambio en la dirección de la empresa. Nuestro oficio es un oficio intelectual y para nada mecánico, y en consecuencia hacemos más política de la que quisiéramos sospechar. He llegado a la conciencia de que cuando me meto en un aula y el guión se desenvuelve, lo que en verdad hago es teorizar sobre el objeto del que estoy hablando. En mi caso concreto esta verdad es mucho más palpable en cuanto que me gano la vida descifrando los vericuetos de la Historia y, como he tenido ocasión de comprobar en mis propias carnes, me rijo enteramente por una praxis intelectual abiertamente materialista. Esa es mi concepción de la Historia, la que elijo y doy forma a medida que el tiempo pasa y continuo reciclándome. Mi imaginería concede espacio a otras aproximaciones pero finalmente lo que prima es siempre eso: una concepción materialista de la historia y la cultura. Si eso no es política, que baje dios y lo vea. Y claro, eso atenta a la máxima según la cual la educación no es otra cosa que mostrar caminos. Porque yo caminos, lo que se dice caminos, sólo soy capaz de enseñar los que previamente he deambulado. Cualquier otra cosa me resultaría falsa y aberrante. Y no tendría que ser así, puesto que las personas que me escuchan cuando me yiergo en el discurso son como esponjas que van empapándose a medida que la humedad crece. Ellos podrán negar lo que diga, incluso repudiar aquello que me oigan decir, pero el poso de su inconsciencia está abierto y por aquella ínfima ranura se cuela el légamo de mis palabras, que tal vez hoy no, pero sé que mañana darán cobijo a la simiente de lo que serán. Y no tengo por menos que maldecirme por ello, porque no debería ser así. Pero no conozco otra forma y por ello reniego al descubrirme como un político con el disfraz de un profesor.

Todo esto me impide creer en lo que hago. En amarlo sí, pero en creerlo no. Puede que sea difícil de entender, a mi desde luego me lo parece. Por eso supongo que lo escribo, para asentar mis pensamientos en la página y luego arrancarme de mi mismo y contemplarlos, y quizá hasta encontrarlos cierta lógica. Otra cosa bien distinta es que me agrade lo que vea. A lo mejor no es tarde para cambiar de aires y volver a servir mesas y montar escenarios o quizá dedicarme a escribir cosas como éstas y venderlas para que otros obtengan la fama y el reconocimiento, si es que alguien decide encontrarle algún valor a esta abnegada tristeza en que me apoyo para coger aire y seguir, después de todo, hacia adelante.