17/6/10

CUANDO EL MUNDO ARDE ALLÍ AFUERA

Una vez, hace ya algunos años, mi amigo Pradas, en un momento de mi vida especialmente complicado, me dijo:

—Para estar solo, antes hay que saber estarlo.

Recuerdo que eso me lo dijo cuando yo vivía en El Escorial, una mañana soleada de primeros de junio mientras Alicia, su mujer, terminaba de preparar un delicioso plato que mi memoria ya no recuerda.

—Y para saber estarlo— añadió—, primero es indispensable haberla padecido.

Se refería a la soledad, claro. A su versión más aplastante, corrosiva y demoledora.

Entonces yo no era más que el despojo de una persona, una sombra desteñida por los días grises de un invierno frío y de una primavera de flores mustias y enterradas en vida. Esa maldita ciudad casi acaba conmigo. De hecho una parte importante de mi vida murió allí, entre los austeros muros de granito y la bruma sempiterna que baja de la ladera sur del Monte Abantos.

Apenas un mes después de aquella conversación recogí mis pertenecías del zulo donde vivía, las embalé en cajas de cartón, las puse en el maletero del Kia, metí primera y me largué de allí sin echar la vista al retrovisor y adonde no creo que regrese mientras el halo de ese turbulento pasado no se difumine definitivamente. Todavía conservo varias cosas de aquella etapa, de aquel frío y diminuto ático. Algunas reliquias y viejos tesoros como un plato hondo para ensaladas en cuyo fondo hay dibujado dos rosas rojas, algunos libros, una reproducción del Guernica que hallé junto a los contenedores de la basura y un gato negro al que puse por nombre Sombra. El resto se quedó allí. Incluido el viejo Pradas y su mujer Alicia, de quienes no he vuelto a tener noticias desde entonces.

Supongo que la vida es un poco eso: tomar conciencia de lo perecedero de las cosas y disfrutarlas como si no hubiese un mañana, como si cada minuto fuera el último ya que nadie puede asegurarnos que no lo sea. Eso lo aprendí con creces. Y me gusta pensar que la lección no llegó tarde, sino en el momento y del modo en que tuvo que hacerlo. Haber esperado algo diferente hubiera significado lo mismo que no aprender nada en absoluto, y yo aprendí —o mejor dicho: comprendí— bastante más de lo que entonces llegué a sospechar. Comprendí, por ejemplo, que la soledad es una bestia que bien domada puede llegar a ser útil. Más que útil; necesaria, inevitable, básica.

Después de aquella huída, me pasé un año entero revolcándome en la miseria más febril y tumefacta que logro recordar. Hasta que otra llamada de teléfono sonó y lo cambió todo. Entonces cogí los pedazos que de mi vida quedaban embalados en esas cajas de cartón y los metí en una nueva casa, ésta desde la que tecleo ahora mismo mientras Sombra juguetea por el pasillo con ese otro tesoro que la vida cruzó en mi camino y al que llamé Kenia.

—Estar solo— me rezo en letanía—. Estar solo el mayor tiempo posible…

Pues el retiro es mi aliado: un caballo que come de mi mano y duerme a la sombra de mi envergadura, una madre empática que me abraza cuando entro por la puerta, un refugio al que acudo cuando el mundo arde allí afuera. He aprendido a estar solo, y eso es algo que a base de repetirlo y repetirlo hago muy bien. Y eso a pesar de que las circunstancias de mi vida me obligan a pasar buena parte del día rodeado de gente. Acaparo su atención, la conduzco en la dirección que mi inteligencia y mi saber hacer entienden por acertada aunque no siempre se consiga, pues uno, por más que se empeñe, nunca llegará a ser infalible. Por eso, cuando llego a casa, los muros que la encierran se convierten, a fuerza de desapego, en fortalezas casi inexpugnables. Y eso hay gente que no lo entiende, que no lo entendieron y por ello se han difuminado como un pedo en el ambiente.

Una vez leí en un libro una frase que por acertada me cinceló la memoria: soy así porque no puedo ser de ninguna otra manera; soy así porque ése soy yo. No tengo remordimientos. Pesan demasiado en los bolsillos como para llevarlos a todas partes y yo ya tengo suficiente con esta chistera de mago que gasto por cabeza. He conquistado el único mundo que me pertenece y volver atrás sería peor que capitular. Jamás. Las personas que bien me quieren saben que yo hablo por medio de mis silencios…

… y aquí llega uno. Es para ti, amigo Pradas. Junto a este poema que entonces escribí y que tal vez mienta. Gracias a ti.

Donde quiera que estés: te lo debo.



SAN LORENZO DEL ESCORIAL


Veo anochecer
como hace unas horas vi amanecer
al volante de mi coche.
La misma carretera de siempre,
el mismo camino
día tras día.

Y no es eso
precisamente
lo que me está destruyendo,
sino saber que no existe nadie
en esta ciudad
que sea capaz de pronunciar mi nombre.