6/11/10

HERIDA

De niño, solía bajar a la calle
y jugar con los chicos de mi barrio.
Me juntaba con ellos
en la acera de las viejas destilerías Dyc.
Allí dábamos patadas al balón, aunque muchas veces
nos conformábamos con las patatas que le robábamos
a la Juani de su frutería. Otras veces
competíamos alrededor de la manzana
subidos a nuestras bicicletas,
o guerreábamos con las castañas que caían en otoño.
Recuerdo que más de uno acabó en el hospital,
ensangrentado y con la cabeza abierta
y algún que otro ojo morado.
Yo, sin ir más lejos, en más de una ocasión.
Esas heridas me hacían fuerte.
Sobre todo las de las rodillas tras tropezar y caerme al suelo.
Ya de pequeño me aficioné al dolor.
Disfrutaba con ellas, observaba su progresión.
Me fascinaba el borboteo de sangre,
su oscuro color, casi negro, cuando empezaban a coagularse,
y luego, una vez secas, me arrancaba la costra áspera
y la sangre volvía a brotar desde los bordes
como el agua en los manantiales.
Eran mis heridas, mis medallas de guerra, mis cicatrices
que aún descollan pálidas en mis rodillas,
rastros de piel surcada por una infancia que debió ser feliz.
Hoy, pensando en ello, he caído en la cuenta
de que algo parecido hice contigo,
y por eso te escribí y te escribí y luego volví a escribirte
constantemente, una y otra vez.
Para desprenderte de mí; arrancarme esa vieja herida
que huele a ti, lleva tu nombre y sangra tu sudor.
Para hacerte cicatriz y que nadie,
ni el tiempo,
pueda decir que no fui niño,
que no te amé hasta agotarme.