1/11/10

RISK

Yo tenía un amigo en Valladolid. Se llamaba Javi pero todo el mundo lo conocía por su apellido, Arregui. Solíamos quedar por las tardes para tomar cervezas. Normalmente lo hacíamos en mi casa. Pasamos las tardes de aquel otoño y el respectivo invierno bebiendo cervezas en el salón de la casa donde vivía con mi chica y su hermano. Ellos trabajaban y yo en cambio vivía del cuento y de lo poco que ganaba en currillos esporádicos que me salían de vez en cuando, así que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o bebiendo cerveza con mi amigo Arregui. También fumábamos porros. Yo entonces no hacía otra cosa que leer, beber y fumar porros. Entonces no era feliz como tampoco lo soy ahora, pero cada vez que me acuerdo de aquella época una sensación de agradable emoción me embarga. No debió ser tan mala, después de todo. Aquella época, digo.

Una tarde Arregui se presentó en mi casa. Llamó al telefonillo del portal y le abrí.

—Qué pasa, tú. Mira, éste es Susco.

Venía con un tipo alto y delgado y vestido completamente de negro. Llevaba una mochila al hombro sobre la que caía una larga melena fina y también negra. Su cara era de una palidez extrema. Parecía enfermo, como anémico. Me estrechó la mano y se sentó en uno de los sofás del salón. En el otro lo hicimos Arregui y yo.

—Susco ha traído un juego de mesa —dijo Arregui.

El tipo, que todavía no había abierto la boca, sacó de la mochila un rectángulo de cartón. Lo desplegó. Tenía los bordes carcomidos e hinchados por la humedad. Era el tablero del juego. En él había dibujado torpemente un mapamundi dividido en diferentes territorios. Luego, de un estuche de lapiceros, sacó y dejó sobre la mesilla del salón las fichas. Se trataba de montones de soldaditos de infantería, pequeñas figuras de hombres a caballo y otras tantas de cañones de época napoleónica todas ellas coloreadas de diferentes tonalidades.

—Yo siempre escojo las negras, así que vosotros elegid el color que más os plazca.

—Muy bien —dije yo—, me quedo con las rojas.

—Yo cogeré las amarillas —dijo Arregui.

Mientras sacaba de la nevera unas litronas, Susco empezó a explicarnos la mecánica del juego. No parecía demasiado complicada pero eran muchos los datos de modo que en cuestión de minutos comencé a perder el interés y a limitarme a asentir con la cabeza mientras pensaba en mis cosas.

Cuando Susco terminó de hablar, nos preguntó si lo habíamos entendido todo y si teníamos alguna duda o algo que preguntar. Yo dije que no, que estaba todo claro, pero Arregui consultó ciertos puntos que no había terminado de comprender. Terminadas las aclaraciones comenzamos a desplegar nuestros soldaditos por la superficie del tablero.

La partida nos llevó unas dos horas. El juego estaba bastante bien pero tenía el inconveniente de resultar bastante lento, lo cual nos invitó a beber bastante cerveza y a fumar bastantes porros.

Cuando llevábamos una hora y media aproximadamente entendí que mi partida estaba más que perdida, de manera que replanteé mi estrategia y decidí putear todo lo que fuera posible, olvidándome por completo de las misiones que debía completar para alcanzar el éxito. Para ello firmé un pacto de no agresión con Arregui en uno de los frentes que compartíamos y que hasta ese momento había sido todo un polvorín. Eso le permitió relajar sus defensas en aquel enclave y centrar sus esfuerzos en derrotar a Susco que, a esas alturas, era el único que podía arrebatarle la partida. Cuando me llegó el turno, lancé mi ofensiva.

—Eres un hijo de puta y tu palabra vale menos que las legañas de un cadáver —soltó, ofendido, Arregui.

Para entonces le había encontrado el gusto y el sentido al juego, de modo que no le di mayor importancia a sus gritos e insultos y le reventé todo lo que pude reventarle. Ayudada por el alcohol y por un repentino golpe de suerte con los dados, mi cara debía parecer una antorcha encendida.

—Eres un hijo de la gran puta —repetía Arregui, quien no daba crédito ni a la maniobra que yo había iniciado ni a lo reacio que eran los dados a que ésta parase.

Así seguí un par de tiradas más hasta que decidí replegarme. Los ejércitos esquilmados de Arregui sobre el tablero eran tan sólo una sombra de lo que habían sido apenas unos minutos antes. Le tocó el turno a Susco. Lo tenía fácil y no desaprovechó la ocasión.

—¿Tú también, hijo de perra? —le soltó Arregui.

—¿Qué quieres que haga? Es sólo un juego y te tengo a tiro.

La suerte de dados quiso que entonces fuera Susco el que le untara el morro. Arregui no lo podía creer. De tener el tablero rendido a sus pies había pasado a ser un ejército desmadejado y sin posibilidad de redimirse. Para cuando le llegó el turno estaba tan borracho y cabreado que ni se molestó en tirar los dados. En lugar de eso se levantó y nos dijo señalándonos con el dedo:

—No creo que vuestras madres estén demasiado orgullosas de haber parido alimañas así. Me habéis jodido a base de bien los dos así que no esperéis que termine la partida. No os daré ese gustazo.

—Venga, Arregui, no nos jodas que es sólo un juego —dije.

—La zorra de tu madre sí que era sólo un juego —dijo, y con las mismas se abrió paso hasta la puerta y de un golpe se largó.

Susco y yo nos quedamos en silencio un rato. Luego éste empezó a recoger las fichas en el estuche de donde las había sacado, dobló el tablero en cuatro partes y metió todo en la mochila. Cuando lo tenía recogido, dijo:

—Es sólo un juego, pero lo has jugado sucio. Yo también me voy.

Y eso hizo.

No volví a verle. Por supuesto, a Arregui tampoco. Desde aquella tarde no volvió a llamarme y cuando yo lo hacía nunca me cogía el teléfono. Así estuve unas semanas, luego me cansé de intentarlo y nadie más supo de él.

Hasta esta mañana, cuando me ha sonado el teléfono y una voz que se supone debo conocer y a la que todavía no logro recordar me ha dicho que lo encontraron hace unas semanas tirado en un parque. Lo habían cosido a navajazos unos yonquis. Para cuando llegaron los servicios de asistencia poco pudieron hacer, aparte de certificar su cadáver.

No sé por qué sus legañas me vinieron a la cabeza.

Pero el caso es que ahora recuerdo. La voz en el teléfono debía ser la de Susco. Han pasado cinco años de aquello y, aunque mi memoria nunca ha sido muy poderosa, apostaría a que la voz en el teléfono era la de aquel tipo.

La pregunta es: ¿quién diablos le daría mi número?