8/10/09

SALE EL SOL, ENCIENDO UN CIGARRILLO

Kenia acaba de entrar en la habitación. Aun es pequeña, apenas un mes desde que fue alumbrada en algún viejo callejón del centro por una gata que probablemente ya ni recuerde. Es pequeña, digo, pero logro percibir sus pisadas desde la cama; jugar con algo, tal vez un fleco que descuelga desde la manta. El maullido de Sombra le delata: está sobre la cama y aun no me había dado cuenta. Son las nueve y media de la mañana de un lunes fresco y soleado de primeros de octubre y no hay nadie en la casa, salvo yo y mis dos gatos, y un silencio agradecido al que ya me he acostumbrado después de varios meses de estancia en mi nuevo hogar: un pequeño apartamento de soltero a dos kilómetros de la ciudad, en un pueblecito desde el que es posible admirar el perfil, a lo lejos, de la ciudad vieja. Nunca he sido muy perezoso, y una vez que me desvelo poco es el tiempo que resisto bajo el abrazo de las sábanas. Así que decido levantarme, ir al baño (Sombra y Kenia, curiosos, detrás), vaciar mi vejiga mediante un largo y torpe chorro de orina amarillenta. La erección es considerable, lo que me obliga a esforzarme en la micción y en consecuencia salpicar de orín los alrededores de la taza. Cuando al fin consigo drenarme, la luz del servicio ilumina en el espejo un rostro somnoliento y despeinado, me ofrezco un poco de agua y la cosa no parece mejorar demasiado. En la cocina (bueno..., salón cocina en realidad) la oscuridad es total, hasta que abro las persianas y una brecha de luz me achica las pupilas hasta hacerlas desaparecer. Nada más abrir la ventana los pequeños saltan al alfeizar para recoger los tímidos rayos de luz que caen desde un cielo aun joven. Una maya metálica les impide la huida, porque en el fondo sé que soy su carcelero. Lo primero que siempre hago antes de llenarme un tanque de café con leche es encender la radio. Eso ahoga el silencio, y también otros fantasmas que quien ha vivido o vive solo conoce perfectamente. Una animada voz pregona con soltura las noticias matutinas: normalmente un cúmulo de miserias, catástrofes y otras afecciones humanas que ocurren casi siempre demasiado lejos como para lograr que alguien en realidad pueda preocuparse. Pero hoy no hay café, al menos en la cafetera, lo que me obliga a ponerme manos a la obra: desenroscar, limpiar tímidamente, colmar el tamiz de colombiano, llenar el depósito de agua, volver a enroscar, encender el fuego, esperar... aprovecho el momento para liarme un cigarrillo porque aun es demasiado pronto y hay demasiada pereza para aplicarse a la pipa. Al cabo de unos minutos la cafetera comienza con su ronroneo burbujeante parecido al que imagino que harían aquellos hornos antiguos que alimentaban las locomotoras de siglos pasados. El olor a café es una bendición que impregna con su aroma la estancia entera. Los gatos regresan con insistentes maullidos del alfeizar, la mecánica de los días y la rutina nos ha adiestrado a los tres, pues sabemos lo que toca. Cambio el agua de sus recipientes y en los otros añado piensos diferentes aunque sé que de poco sirve, al final acabarán intercambiado la manduca. Prohibir algo a alguien es siempre la opción menos inteligente desde luego. Parece que tras las primeras caladas el café ha decidido enfriarse un poco, lo saboreo a base de pequeños sorbos. Siempre he sido un tipo nervioso, de manera que no pasa mucho tiempo hasta que la cafeína comienza a hacer mella en mí. Es en ese momento cuando todo empieza en realidad: el día, la rutina, las horas que cruzan monótonos relojes, la sucesión de caras, de fútiles acontecimientos, de esperas que nada tienen que ver con lo que nos habíamos imaginado años atrás. En fin, se ha desplegado el atrezzo y con el todo la tramoya y su mecánico engranaje. Aquí me detengo, pues. Lo demás es pura inercia.