18/3/10

EL PRINCIPIO DE LA RECIPROCIDAD

A veces, cuando llego a casa después de trabajar, me siento aquí, frente a la pantalla, y me pongo a darle duro a las teclas. No lo hago por nada en especial. O bueno, sí. El procedimiento es el mismo que ir al baño o quitarse un grano o hacerse una paja o lavarse los dientes y la cara. Pura y desmedida rutina. Una catarsis fisio-psicoanalítica que me deja igual que un bebé recién sacado del agua. Con el tiempo he aprendido a sacarle utilidad a esto de poner una letra detrás de otra y luego darle al espacio, y así unas cuantas veces hasta que llega el punto y final y uno apaga y se marcha a otro lugar con la sensación de haber aplacado, al menos temporalmente, ese manojo de nervios, miedos, fobias y demás alteraciones nerviosas. Escribir es psicosomático. Aunque en realidad confieso que ni siquiera me gusta mucho. Me gusta, simplemente. Lo disfruto como quien huele un perfume que le agrada o saborea una comida cuando tiene hambre o paladea las primeras caladas de un cigarrillo después de algún tiempo sin sentir la caricia del benceno en sus pulmones. Pero en seguida me canso, como con todo, y paso a otra cosa. Soy un putero de las palabras: llego, me siento, pin-pan-pun, acabo y me marcho con la música a otra parte. No lo doy mayor importancia.

También escribo poemas, aunque aquí la cosa se complica. No es escribirlos, es parirlos. Y como todo el mundo sabe, especialmente vosotras, mujeres, parir es doloroso. Las palabras deben caer sobre la hoja con la mayor precisión posible, lo que ni mucho menos garantiza que se logre siempre. Se trata de expectorarlas, derramarlas sobre la página y luego, como quien mezcla los colores en la paleta de un pintor, otorgarles la forma que tu antojo prefiera. Un poquito aquí, otro poquito allá, añades esto, quitas esto otro, te alejas, miras la criatura con perspectiva, a contraluz, buscas los claroscuros, la dejas reposar, que macere unos minutos, quizá unas horas o unos días y al cabo vuelves, y si la cosa tiene el mismo brillo o incluso más le das el indulto y pasas a otra cosa. Puede parecer complicado y laborioso pero cuando consigues finalizar el proceso al menos una docena de veces lo asimilas de tal modo que ya no crees posible montártelo de otra manera.

En cuanto a lo que escribes, sea poesía o no, es lo de menos. Puedes dedicarle una loa a las pelotillas que te sacas del ombligo que si lo haces con gracia vale como lo que más. De hecho, cuanto mayor sea la insignificancia de lo que estás contando más exigente se pone el asunto y mayor el esfuerzo que debes desplegar. Porque esto de escribir poemas se parece también a un combate de boxeo que se rige por el Principio de la Reciprocidad: tú y la página en blanco, solos, mano a mano. Tanteas, te tantea, ves el momento y te lanzas; un derechazo que rompe su inmaculada desnudez y la sangre empieza a borbotear. Sólo que no es sangre sino palabras; tus palabras. Tu sangre traducida a un idioma legible que más tarde se hace costra, se asienta y endurece como el barniz después de haberlo pincelado. El Principio de la Reciprocidad. Sí. Me gusta; suena bien. Creo que lo voy a poner de título a esta cosa. Porque ya me he cansado y no se me ocurre más qué decir, o escribir, o lo que sea. El caso es que me voy, que me ha entrado hambre. Cierro. Adiós, adiós…