2/11/09

COSAS QUE PASAN ALGUNAS TARDES

Padezco de ansiedad. Brotes que periódicamente me supuran hasta dejarme como el cascarón vacío de un caracol. El proceso es lento: comienza con esa excitación nerviosa que se apodera de ti y que crees solo poder mitigar a base de cigarrillos; luego comienzas a dar paseos en círculo recorriendo inútilmente la habitación; el llanto no tarde en llegar, nervioso, casi esquizofrénico; sientes un cosquilleo que te paraliza la mano, luego el brazo, la boca..; entregado ya a la sensación de angustia, un soplo como una nausea a la que ni te molestas en buscar respuestas porque bastante tienes con encontrar la salida del laberinto de espeso asco en el que te hallas; pasan minutos largos como décadas hasta que caes fulminado –la respiración en perpetua e incontrolable arritmia – sobre una cama o en un sofá o en el suelo directamente; te aovillas; proteges tu pecho con las piernas y acomodas la cabeza supinamente entre ellas y esperas; esperas a que el huracán pase, a que el ojo del vórtice se aleje de una vez por todas y hasta la próxima. Y luego, al fin, la calma; el burdo gozo que te procura la más sincera indiferencia, esa genuina ataraxia de la que tanto debieron hablar los epicúreos. Y entonces ya da todo lo mismo, respiras, te levantas, buscas la silla frente al ordenador y tecleas esto.

Quien padece de ansiedad sabe perfectamente a lo que me estoy refiriendo.
Es lo que me acaba de suceder.
Sólo quería contártelo.