28/11/09

LOS HIJOS DE NUESTRO TIEMPO

Qué tendrán los centros comerciales que tanto gustan a los hijos de nuestro tiempo.

Me he visto en esas, esta misma mañana. La cosa apuntaba maneras cuando he llegado con el coche: la balsa de asfalto que hace las veces de aparcamiento estaba atestada de vehículos. Familias precedidas por el habitual carrito de la compra (que de carrito tiene bien poco, por ora parte), lista en mano para colmar hasta las trancas su buche o de regreso a sus coches. Cuando he conseguido carroñear (y digo bien, carroñear) una plaza y me he bajado del Kia y me he adentrado en el mausoleo capitalista, el asunto se ha puesto más interesante aún. El peregrinaje de idas y venidas parecía una de esas ramblas que se anegan con la gota fría a finales de septiembre. Cuidado es poco lo que había que tener si no querías ser arrastrado por la marea de compradores o atropellado directamente por alguno de esos trastos que parecen blindados en miniatura y que antes hemos llamado carritos de la compra. La oficina de correos está a la entrada, así que allí me colé, no sin esfuerzo de caminante sin camino. En realidad, el verdadero motivo de mi visita era ese: la oficina de correos. Hacía unos días me había llegado una notificación de la dirección provincial de tráfico donde aseguraban que, a razón de la no obediencia en la orden de alto de un agente para la realización de un rutinario control de alcoholemia, se iniciaba contra mi un proceso de sanción por falta grave que concluiría con la pérdida de cuatro puntos, el pago de 150 euros y la retirada temporal del permiso de circulación durante al menos dos meses. Maravilloso. Sobre todo para mí, que dependo del vehículo todos los días para desplazarme a mi trabajo. Bueno, cuando uno juega al límite corre riesgos proporcionales y este, a decir verdad, es el menor de todos ellos si tengo en cuenta el estado de etílica embriaguez en el que me hallaba aquella fatídica madrugada de principios de septiembre.

Bueno. A lo que iba.

El caso es que me encontraba en la oficina de correos, multa en mano, aguardando una endiablada cola y soportando una calefacción cuyo termostato debía de medirse en grados fahrenheit. Me tocó el turno. Al otro lado del mostrador un funcionario con la pinta del jorobado de Notredame y agradable después de todo me atendió con diligente prontitud. Envié por certificado mis pertinentes alegaciones que ni yo era capaz de creer y salí de la oficina rumbo de nuevo a la riada. Decidí adentrarme, bregando entre la multitud desaforada, avanzando más torpemente y con menores resultados que durante el frente franco-alemán de 1917 en la Primera Guerra Mundial. Al final conseguí llegar a la peluquería. Ese era otro de los objetivos de mi arriesgada expedición: darle un buen repaso a mi hirsuta cabellera. Dentro no había menos gente; las chicas, no menos de diez, distribuidas a lo largo de un estrecho pasillo que hacía las veces de local, daban buena cuenta de las cabelleras de clientes variopintos. Igualmente me atendieron con rapidez (es lo que tiene el siglo XXI y que la humanidad se haya adiestrado en el estrés crónico; alguna ventaja debería de tener después de todo). Una chica con acento cubano o venezolano (soy muy malo para eso) me ordenó sentarme en una de las sillas a la derecha del oblongo pasillo y comenzó con la faena. Cortarme el pelo es algo que me encanta, he de reconocer. De hecho lo suelo hacer cada quince días aproximadamente. Hay algo ceremonioso en todo ello. Liminal, me atrevería a decir. Tú te relajas mientras unas manos extrañas adecentan el poco o mucho pelo que a uno le pueda quedar. Es mi sustitutivo de ir a misa. Una ceremonia cívica en la que el iniciado respeta y acata las reglas del juego social que de pequeño le es inculcado con o sin vía intravenosa de por medio. Luego uno paga y se va. De todas formas ya no existen barberías como las de antes. Esos viejos y diminutos locales regentados por hombres rudos y silenciosos que te sentaban en esos trastos más parecidos a un paritorio que a otra cosa y que llevaban a cabo su trabajo con una profesionalidad y un minucioso detalle que a uno le dejaba la boca abierta. Durante mis años en Valladolid tuve la suerte de frecuentar una barbería así, como sacada de las esquelas de otro tiempo. Me pregunto qué será de ella, si seguirá en pie o habrá sido engullida por la bestia urbanística. Probablemente lo segundo; nada escapa a la fiebre capitalista que a todo pone fecha de caducidad. Y es que siempre he creído firmemente en la idea de haber nacido en la época equivocada. Tal vez un siglo XVIII o XIX hubiera estado bien. Haber experimentado de cerca el proceso de inoculación de un mundo obsoleto, y el advenimiento de este otro que ha dado forma a nuestros días, nuestras mentes y nuestros cuerpos. No hubiera hecho nada por cambiarlo de todas formas. Mi relación con la Historia es la de un mero ejercicio contemplativo. La esperanza, si debí tenerla alguna vez, fue cuando aún carecía de noción de conciencia. Y ahora ya es demasiado tarde para educarme en otra cosa que no sea el sarcasmo.

El caso es que la latinoamericana terminó su trabajo y como mandan los cánones smithianos de la ley de la oferta y la demanda pagué y me marché de allí (a razón del precio precisamente eso era lo que tenía que haber hecho: demandarles). La cosa seguía igual de entretenida afuera. Me armé de valor y continué mi particular peregrinaje. En la sección del macrosupermercado el volumen de gente era aun mayor, pero las descomunales proporciones del mismo permitían ciertas licencias. Saqué la lista de la compra y empecé la procesión. Nunca se me ha dado bien esto de encontrar los productos en gigantes así. Siempre acabo más perdido que un bosquimano en Manhattan. De manera que siempre me veo obligado a solicitar la ayuda de los operarios. ¿Dónde está el café?, ¿la leche? ¿el papel del culo? ¿tenéis mojo palmero? ¿soja texturizada? Una locura vaya. El único lugar donde pude sentirme relativamente a gusto fue en la sección de vinos. Allí todo eran hombres de serios rictus, examinando detalladamente los caldos embotellados. La oferta era generosa. Me picó el gusanillo y me regalé un Protos del 2007; una delicia que pienso abrir esta misma noche y con la que voy a homenajear una velada, intuyo, interesante.

En contra de lo que uno pueda pensar, sobre todo si habitas en una ciudad de tamaño medio si no pequeño como la mía, los centros comerciales no son espacios (o no lugares, como le gustaba llamar al señor Augé) para el individualismo o el anonimato. Nada más lejos de la realidad. Y más un sábado por la mañana. Allí no hay tregua. Y siempre me pasa lo mismo; aún no sé cómo no he escarmentado con los años. Voy a lo mío, pensando en mis cosas, refugiado y absorto en mi mismo; y siempre aparece alguien, algún conocido, si hay menos suerte un familiar, que te asalta sin importarle lo más mínimo lo que estés haciendo o la prisa que en ese momento tengas, para abrasarte con preguntas tan carentes de interés como formales deben resultar al trato civilizado. Se me debe quedar siempre cara de emasculado gilipollas. Como si las dos únicas neuronas que parecieran quedarme acabasen de chocar en ese preciso instante en la inmensidad de un cerebro vacío. No es que sea asocial; de hecho pocos trabajos requieren tantas habilidades sociales para poder medrar en ellos como el mío. Pero es que ya me he habituado a su contexto, y fuera de él mi pereza ya no es pereza, es reconocida y profesada indolencia.

Así que cogí todo lo que tenía que coger y con la vista clavada en las baldosas que pisaba me apresuré hacia las cajas de pago. Obviamente las colas allí eran descomunales. Y eso a pesar de las más de treinta chicas empleándose a destajo en sus diferentes puestos distribuidos a todo lo ancho del almacén. Tuve suerte, no obstante, y encontré una caja semivacía en la que un cartel anunciaba que sólo se admitirían clientes con una compra no superior a diez productos, que era exactamente lo que llevaba. Allí me quedé. Tuve una sensación rara. Como si la gente de colas vecinas me observara con aires de desmedida displicencia. Como ofendidos. No sé muy bien si por haber encontrado hueco en una fila apenas despoblada o por vacilar de esa manera ante el sacrosanto sacramento del consumo. En cualquier caso pagué religiosamente cuando me llegó la vez y me largué de allí.

Afuera la mañana seguía siendo fría y despejada. Busqué el Kia y metí las cosas en el maletero. Cuando me quise dar cuenta ya había dos coches al lado peleando por quién sería mi sustituto en aquel aparcamiento (carroñeando, había dicho más arriba).

Encendí el motor y, con el embrague pisado a fondo, puse la marcha atrás.

No me quedé para ver el desenlace de la contienda