8/12/09

LOS HIJOS DE NUESTRO TIEMPO II

Yo no sé que maldita obsesión me ha surgido con los aeropuertos, pero siempre que voy a uno salgo con la misma necesidad de ponerle verbo a ese cúmulo de sensaciones que percibo cuando me adentro en ellos. No sabría explicar el cómo ni por supuesto el por qué, pero siempre me ocurre lo mismo. Luego llego a casa y todo ese montón de ideas que había almacenado en la cabeza mientras entretenía la espera, y que parecían que iban a dar forma a un texto cercano a la decencia, van y se esfuman o se atoran obstinadamente como piezas de un rompecabezas mal diseñado. Y el resultado es siempre el mismo: una suerte de estreñimiento verbal que me pone de muy mala hostia y que concluyo con un sordo carpetazo contra la mesa del escritorio. Y gran parte, lo sé, es debido precisamente a ese cúmulo de sensaciones al que me refería más arriba.

Un aeropuerto, desde un punto de vista sociológico, es un no lugar, un espacio para la sobremodernidad como dejó escrito Marc Augé al que creo haberme referido en otros momentos. Allí la gente se distribuye en una fervorosa procesión de idas y venidas; gente que llora abrazada a sus seres queridos antes de cruzar la aduana o que se arregla el maquillaje en la cola de algún servicio; gente que desfila su importancia, pasillo arriba pasillo abajo, con todo ese trajín de maletas casi teletransportables; gente que aguarda retrasos sempiternos; gente con los rostros compungidos por el miedo a despegar; gente que no aguarda otra cosa que el despiste de algún confiado viajero para usurparle los bagajes. Y todos ellos, una y otra vez, repitiendo los mismos gestos, cambiando sólo la presencia y a veces ni eso. Lugares así nos convierten en clones. Autómatas sociales que reproducen la misma conducta desde la mañana a la noche. Y por extraño que parezca uno no puede dejar de sentirse especial en su ficticio y personal melodrama de acontecimientos. Por suerte –aunque más cabría decir por desgracia –, la humanidad aún no ha llegado a ese punto de lúcida revelación que nos devolverá a la lógica de nuestra inútil conciencia de engreído y trasnochado mamífero consentido.

Y, sin embargo, algo tienen. Algo tan romántico como desprovisto de identidad que me enciende la libido. Hablo de sensaciones como: mira niña, no sé tu nombre ni siquiera si hablas mi mismo idioma pero creo que me he enamorado de ti y estoy dispuesto a dejarlo todo y embarcarme en tu mismo vuelo y vivir juntos la historia más grande jamás contada; o, maldita sea, como vuelvas a cruzar por aquí voy a verme en la obligación de pedirte que intercambies urgentemente conmigo esa delicia de manteca que escondes tras la cremallera. Cosas así. Pero todo, como obviamente has interpretado, se queda en nada; imaginería barata de quien pasa el rato preguntándose por otras vidas que no sean la suya. Y es que un aeropuerto invita a ese tipo de distracciones, a adueñarse inevitablemente del pasado y del presente de aquellas almas que caminan en direcciones ignotas. Es el signo de nuestros días. Nadie sabe nada de nadie; y todo parece correcto, estar en su sitio, ocupar el lugar adecuado, ajustarse impecablemente a la norma consuetudinaria. Aviones que llegan a su destino y que vomitan pasajeros que recogen equipajes, miserias y alegrías y se marchan para no volver hasta la próxima. Todo a una velocidad de vértigo, a un ritmo que asustaría si nos parásemos a pensar verdaderamente en ello....

Mis padres hacen acto de presencia en ese momento por la puerta número dos de la terminal uno de llegadas del aeropuerto de Barajas. Empujan una pequeña maleta de ruedines y atisban entre la multitud de curiosos el rostro del hijo que una vez fue suyo. Regresan de Hamburgo, de pasar unos días en compañía de su otra hija, la pequeña. Mi madre tiene las mejillas enarboladas por el lloro de hace unas horas. Recibo cuatro besos cuando al fin conseguimos encontrarnos entre la marabunta. Me preguntan si me he aburrido mucho esperando. Pienso en todo este montón de palabras que creo firmemente arraigadas en la memoria y les digo que no, que todo está bien. Les ayudo con el exiguo equipaje. Afuera está el Kia esperando. Y más allá, la carretera.