14/12/09

TARTAGLIA, LUBBE Y MATTEOTTI

Massimo Tartaglia salió de su casa armado con una pequeña estatuilla del Duomo milanés escondida en el bolsillo de su cazadora. Instantes después, y tras acercarse entre la multitud agolpada, se la endosó en la cara al primer ministro de la República Italiana, Silvio Berlusconi. Al tipo le valió ser literalmente vapuleado por más de una docena de guardaespaldas apenas unos segundos después de realizar tamaña proeza.

Como es lógico, la noticia no tardó en causar un revuelo sensacionalista que se propagó a la velocidad del sonido por todos los puntos cardinales del planeta. Según afirmaron los medios, Tartaglia era un depravado mental en tratamiento psiquiátrico desde hacía la tunda de años. Claro. Qué diablos van a decir los medios, si la mayoría no son más que marionetas en manos del desdentado Il Cavaliere. Yo no voy a discutir eso. Me trae sin cuidado que Tartaglia sea o no un tarado mental. Pero lo que nadie puede poner en duda es que, de serlo, la psiquiatría o directamente la humanidad entera debería empezar a valorar la lucidez no como algo exclusivo sino como una revelación que sobreviene entre el personal con una normalidad más habitual de lo sospechado. Porque ese tipo merece ser cuanto menos canonizado. Y digo bien canonizado ya que, o mucho me equivoco, o al pájaro este le queda menos vida que a un fósil del cretácico. Y no porque vaya a ser ejecutado en juicio sumarísimo (no; eso ya no se estila en plena fiebre posindustrial y veintiunista), sino porque lo que le quede de vida posiblemente lo pase en algún centro de beneficencia para disminuidos mentales donde si tiene suerte lo menos que le puede pasar es que sea lobotomizado hasta perder la conciencia de las escaras legañosas que le encostren los ojos cada mañana. Pero eso si tiene suerte.

De todas formas la historia no está exenta de casos parecidos. Episodios que de alguna manera dan razón indeleble a esos versos de Ángel González que dicen que la historia, como la morcilla de su tierra, se hace con sangre y que ambas se repiten. Creer que la historia la escriben los grandes hombres es una estulticia que nos hacemos creer desde pequeñitos y, como todo el mundo sabe, no hay peor mentiroso que el que se cree sus propias falacias. Esto, sin ir demasiado lejos, me recuerda sospechosamente a lo que sucedió el 27 de febrero de 1933 cuando un tal Marinus van der Lubbe, comunista y a la postre demostrado títere discapacitado abstraído por el engaño nazi, se acercó cerilla en mano a prenderle fuego a un parlamento alemán ya quemado de por si aunque en sentido eufemístico. Lo que devino de aquello fue el principio del fin de una pantomima de democracia menos creíble que la paternidad del hijo de la baronesa Thyssen. Por no acordarse de ese otro ejemplo, para más inri italiano, que se llevó a la tumba a Giacomo Matteotti, también comunista, que apareció horadado por los gusanos en una cuneta perdida de la mano de dios un mes después haber sido secuestrado y tras haber denunciado abiertamente y sin el menor remiendo las censuras y corruptelas del recién estrenado gobierno de un tal Benito Mussolini.

La historia se repite, vaya. Ya lo dijo Ángel González no hace mucho. Y como también dijo ese otro sabio llamado Aristóteles –aunque éste bastantes siglos antes – es imposible hallar tanta verdad en la historia como la que se puede encontrar en la poesía.

A mi este tipo, Tartaglia, me da mucha lástima en realidad. Sobre todo porque su proeza se quedará en nada en cuanto el tiempo y la camarilla de sicarios periodísticos tengan a bien olvidar su nombre. De todas formas la imagen sangrante de Il Cavaliere con la cabeza y la nariz abiertas en canal y sin un par de dientes no tiene precio. Espero que se me quede grabada en la retina por muchos años. Será como una de esas postales que se conservan y que sirven para apostillar viajes de los que se ha disfrutado. Solo que la estampa será la de un mundo que declina la posibilidad de redimirse por pura e instruida abnegación. Y también espero que el sufrimiento que le aguarda al nuevo mártir solo sea proporcional al que padezca Berlusconi tumbado en el quirófano mientras un cirujano con más miedo que otra cosa intenta arreglarle el desaguisado de cara. Millones el hijoputa tiene, en cualquier caso.