9/8/10

EL GATO

Se levantaron del sofá en donde habían estado sentados durante horas hasta que cayó la noche, mansamente, acaso sin prisa, como lo hacen en otoño las hojas de los plátanos. Largo tiempo hablaron de lo poco que ya quedaba por hablar. Ella tenía el rostro hinchado y enrojecidas las comisuras de la nariz. A él las venas de los ojos le ardían como teas de un fuego extinto.

—Bueno…— dijo él tras un suspiro—, vendré un día de estos a recoger mis cosas.

—Ven cuando quieras— respondió ella—. Sigue siendo tu casa.

Se miraron entonces, contemplaron cómo la sombra de la derrota se adueñaba indiscriminadamente de sus miradas. Quisieron añadir algo más pero fue inútil. No había palabras. Apenas quedaba ya alguna que resultase de utilidad.

—Bueno…— repitió él, sorbiendo la nariz—, debo irme. Se hace tarde.

Cuando atravesaba el pasillo en dirección a la puerta, Urz se cruzó en su camino. El pequeño gato de piel canela que había encontrado guarecido bajo su coche una fría noche del invierno pasado se desplomó ante él, maullando insistentemente mientras con las uñas jugaba a atrapar los cordones de su zapato.

Él se detuvo y lo asió en brazos. Urz siguió maullando mientras buscaba acariciar su cabeza contra la de él.

—Te voy a echar de menos— musitó—. Te voy a echar mucho de menos, viejo.

Entretanto llegó ella por detrás y, mientras le pasaba las manos por la cintura hasta abrazarle el abdomen y acariciar con las yemas el cuello afelpado del animal, dijo:

—No dudes que nosotros a ti también.

Entonces pasó algo. Algo confuso o etéreo pero que a la vez podía palparse. Una sensación como de júbilo y a la vez de fracaso; electrizante, trémula, abrasadora. Algo para lo que todavía no se han inventado las palabras exactas, y que duró hasta que el animal tensó las patas sobre el regazo de él y de un impulsó descendió al suelo, adentrándose sibilinamente en la oscura profundidad de la casa.

Fue como un hachazo sordo sobre una mesa de madera. Sólo que en vez de dejarlos allí clavados, los separó tan aprisa como el animal había saltado hasta desaparecer de su vista.

Entonces, sin mediar palabra, él abrió la puerta y se marchó.